Cultura

Vuelve el pirata

Nuevas publicaciones recuperan el protagonismo de un personaje legendario que hizo de Cádiz uno de sus escenarios preferentes

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El espíritu de aventura, la audacia, la decisión, la rapidez para proceder y la intrepidez de los piratas, corsarios y filibusteros, ha provocado siempre, de alguna manera, la admiración de los hombres de tierra», escribió Martha de Jármy Chapa, en su Historia General de España. La figura universal del golfo embarcado, ebrio de ron y pólvora, terrible y fascinante a la vez, mantiene todavía intacto ese poder de seducción. Aunque cambien los formatos (de los cómics de El guerrero del antifaz, a los videojuegos de Jack Sparrow, pasando por Stevenson, Verne, Dumas o Salgari), la imaginería bucanera ha conquistado el pabellón de generaciones distintas, con intereses casi antagónicos, que sienten la misma irrefrenable atracción por sus correrías y sus desmanes, por sus conquistas y sus maldiciones, por sus manodobles y trabucazos, por sus abordajes estruendosos y sus feroces contiendas. Ese legendario halo de libertad que exhalan los corsarios ha sido capaz de sugestionar -igualmente- a los niños de los grises años 40 que a la chavalería digitalizada del siglo XXI.

Ahora, gracias a Odyssey y Playa de Bakio, a las andanadas en taquilla de la Disney (que promete más entregas) y a la reedición de los clásicos de Phipil Grosse o Colin Woodard -entre otros- el parche en el ojo y la pata de palo vuelven a estar en la cresta de ola. Lo que no todo el mundo sabe (quizá porque este rincón carece del glamour hollywoodiense -plano y amoldado a los estereotipos manidos- que exigen los cánones) es que la provincia de Cádiz, junto con El Caribe y los Mares del Sur, ha sido, por su estratégica situación en las rutas de comercio con África y América, uno de los puntos calientes históricos de la piratería, sobre todo en los siglos XVII y XVIII.

Es lógico que el embudo del Estrecho y la proximidad de las costas atlántica y mediterránea provocara un doble fenómeno: por un lado, los continuos asaltos a las ciudades costeras por parte de partidas organizadas de saqueadores desde tiempos inmemoriales; y, por otro, que un buen número de corsarios de la tierra -tras considerar las bondades del litoral gaditano como refugio y centro de operaciones-, terminaran incorporándose a esta pléyade de ladrones sanguinarios.

Cádiz como cantera

Si bien la mayor parte de los gaditanos que navegaron bajo bandera pirata fueron aventureros, huidos, desertores y pícaros, también hay una curiosa relación de aristócratas y altos cargos militares que acabaron -tras ser declarados proscritos por cuestiones políticas o duelos de honor- por hacerse a la mar para buscarse la vida.

El primero en gozar de cierta relevancia pública fue Fernando de Sahandra, un noble adinerado que a mediados del siglo XV asaltaba con tanto éxito los barcos berberiscos que no tardó en cambiar de bando y abordar naves amigas, de seña aragonesa, más débiles y lucrativas. Su ambición llegó a tal punto que, desatendiendo todos los protocolos legales y religiosos de la época, acabó hundiendo un buque sevillano, repleto de atunes y otras mercancías y propiedad de los Reyes Católicos, tras saquear toda su carga.

Otro pirata gaditano muy celebrado por las crónicas del XV fue Pedro Fernández Cabrón, quien aprovechó la coyuntura favorable del conflicto entre los Ponce de León y los Guzmán para robarles a los unos y a los otros, según las alianzas variables y movedizas que iba improvisando sobre la marcha. Después, avisado de que Fernando de Aragón lo buscaba con fines no excesivamente amistosos, decidió entregarse en cuerpo y alma a combatir a la morisma infiel, súbitamente convertido al cristianismo extremo. Los Reyes Católicos acabaron perdonándole la vida en 1478, por su contribución a la necesitada causa de Cristo.

Los hermanos Galindes, Pero y Diego, también alcanzaron un gran prestigio en el gremio tras pegar el pelotazo del momento: con una tripulación de galopines, pescadores y truhanes de barrio asaltaron una nave bretona al mando de John Ropel. La suerte les sonrió y consiguieron 600.000 maravedíes. A Ropel no se le ocurrió otra cosa que remitir una queja formal al Marqués de Cádiz, un crápula muy patriota que, siempre afín a sus paisanos, le aconsejó que mejorara la dotación de sus barcos y pasó a ignorar la pataleta.

Antón Bernalt, Jerónimo Ma-rrufo y Jerónimo de Cubas destacaron en la práctica del corso, una variante legal de la piratería que contaba con el apoyo de las autoridades siempre y cuando se cumplieran unas determinadas formalidades y se abonara a las arcas públicas un porcentaje previamente conveniado. El trío se especializó en asaltar barcos judíos e inundó el mercado de Cádiz con sedas, alfombras, pólvora, joyas, ropa morisca y hasta navíos enteros.

Al margen de los nombres propios, los gaditanos, en general, atesoraban una merecida fama de roqueros expertos y despiadados. Con ese término se conocían a los delincuentes especializados en levantar faros falsos y provocar así el naufragio de barcos pequeños en noches de tormenta.

El Robin Hood de Cádiz

Para equilibrar la contribución a la historia de tanto ambicioso filibustero, Cádiz puede presumir de haber aportado una figura singular al ámbito de la justicia marítima, aunque se caracterizara, precisamente, por utilizar para sus fines filantrópicos métodos poco convencionales. Se trata de Carlos Cuarteroni Fernández, un personaje estrafalario, rescatado para la posteridad por la doctora de la UCA Alicia Castellanos en un monográfico imprescindible: Cuarteroni y los piratas malayos.

La profesora relata las aventuras y desventuras de este religioso gaditano que, después de haber encontrado un enorme cargamento de plata hundido por un huracán en el mar de China, se dedicó en cuerpo y alma a liberar a los esclavos que los piratas de Borneo hacían en sus terribles incursiones. Su tenacidad y perseverancia lo convirtieron en un héroe, temido y admirado a partes iguales.

En cualquier caso, es lógico que el saldo final caiga, siempre, del lado de los malos. Tal y como escribió Bartholomew Roberts, legendario pirata del XVIII: «En un servicio honrado la ración es escasa, la paga pequeña y el trabajo duro; en este, en cambio, hay abundancia y hartazgo, placer, comodidad, libertad y poder. ¿Quién no se hace cargo de la tarea cuando el único peligro que corres es una mirada amarga del verdugo, antes de ajusticiarte?».

dperez@lavozdigital.es