MAR ADENTRO

Los camiones del pescao

No olían a mar sino a podredumbre, a fatiga y a sentina. Recuerdo su popa metálica con la oxidada chapa que limitaba su velocidad chorreando salpicaduras de océano, de salmuera o de ácido bórico; pero también fajos de billetes de los exportadores, de los grandes armadores y de los enormes transportistas. Los camiones del pescao recordaban a una sirena varada cuya cola arrastrase a tierra comisiones bajo cuerda, pilotos famélicos, peces escondidos bajo la camisola húmeda de las lonjas, banderines del Cádiz y almanaques de Nadiuska en los salpicaderos, nombres familiares en la proa de las cabinas: Tu hijo Luisito; Dios te ampare; Precaución, amigo conductor.

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Antes de que existieran los remolques frigoríficos y los derechos democráticos, los camiones del pescao iban y venían del muelle con un viejo sabor a derrota y a desafío, cuando aún transcurría el tiempo de silencio y las huelgas, como la que en estos días afectan a los pescadores y a los pequeños y medianos transportistas, constituían sencillamente un delito por mucho que fueran justas y hasta necesarias. Aquello fue antes, mucho antes de que la Unión Europea nos cambiase olivos por fondos Feder y nos limitase los sueños y las rebajas del gasóleo profesional, a cambio de un puñado de euros que nos ayudaron, eso sí, a convertirnos en la octava potencia mundial, a cambiar nuestras camisitas de cuadros por la arruga es bella, a olvidar los puntos Valispar y a llenar el mundo con felices embajadas de Zara y ropa española made in Vietnam.

Los camiones del pescao taponan ahora nuestras carreteras, pero circulan en estos días por las autovías de mi memoria. Descargaban en la amanecida de las plazas de abastos, en una época en la que todavía no existían los mercas de mayoristas y la Europa que soñábamos era la de los pueblos, la de la libertad, igualdad y fraternidad y no esa que ahora quiere enchironar a los inmigrantes; y no esa señorita Rottenmeyer que busca cambiarnos el derecho a la pereza de Ignacio Espeleta y de Paul Lafargue por jornadas laborales de 65 horas a la semana, negociadas trabajador a trabajador, sin convenio colectivo que valga, con el despido flexible y las conquistas sindicales de dos siglos de lucha obrera, desplomándose sobre el pavimento de la historia como arenques secos sobrantes de la parte trasera de aquellos viejos Barreiros.

A veces, sobre la cubierta de esos enormes y metálicos marineros en tierra, que salían de Cádiz, de El Puerto, de Sanlúcar, de Barbate, de Tarifa o de Algeciras, cuando todavía quedaban honra y quedaban barcos, ondeaba la figura blanca de Michelin a la que Jerez dedica hoy una estúpida escultura motera en una de sus célebres rotondas. ¿Dónde han deslocalizado a ese pequeño dios de los neumáticos, a qué lugar hemos trasladado las instalaciones de Delphi, de Crinavis, de los viejos astilleros, de aquellos camiones del pescao que, en cualquier bache, salpicaban al transeúnte y lo dejaban pingueando de utopías? Hoy, montamos la revolución un día. Y la arriamos al día siguiente como un puesto del piojito. Sería tonto el poder si no aprovechase la collá: los huelguistas no reclaman el Palacio de Invierno sino una simple rebajita en los impuestos. Los camiones del pescao ya no traen a bordo horizontes lejanos sino compras a plazos, hipotecas por las nubes, supuestos finales felices amarrados al duro banco de una galera burguesa.