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Palabras contra bomba

La bomba que la banda terrorista ETA hizo estallar ayer sin previo aviso contra las instalaciones de El Correo, poniendo en peligro la integridad de cincuenta trabajadores, fue un ataque dirigido contra la libertad de información y de opinión; pero sobre todo contra la inmensa mayoría de la ciudadanía, que ni comulga con los postulados del terrorismo ni está dispuesta a dejarse amilanar ante su amenaza permanente. Conviene reiterarlo para que se enteren quienes en la madrugada del domingo intentaron paralizar El Correo: no nos silenciarán. Y de lo que los ciudadanos deben estar plenamente seguros es que el ataque perpetrado contra nuestras instalaciones no ha logrado disuadirnos de cumplir responsablemente con nuestro cometido diario. Al contrario, ha servido para reforzar nuestras convicciones democráticas y para renovar el contrato que nos vincula con la sociedad a la que tratamos de servir. Informar es una tarea que ha de acometerse con la máxima profesionalidad. Pero también es una necesidad ineludible de toda sociedad abierta que confiere a los trabajadores de los medios y a sus empresas una responsabilidad especial como garantes de que la información y las opiniones fluyan sin cortapisas ni censuras.

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Hace ya más de una década que ETA se percató de la imposibilidad de imponer sus tesis atentando contra las instituciones y las personas que representan a los poderes del Estado constitucional. Fue cuando los cabecillas de la banda lanzaron la consigna de la «socialización del sufrimiento» y decidieron extender su listado de posibles objetivos hasta incluir en él prácticamente al conjunto de la sociedad. Su intención parecía obvia: creyeron haber identificado en las bases militantes de los partidos, en los cargos públicos locales, en los empresarios, en el mundo universitario o en la prensa las piezas más quebradizas del sistema democrático que pretendían echar abajo. Pero precisamente fue la persecución letal que emprendieron contra la sociedad civil la que provocó que ésta reaccionara como nunca antes condenando a los terroristas y a sus apologistas a la marginación política y respondiendo a su amenaza con la entereza suficiente como para acotar los efectos de la violencia asesina. En la madrugada del domingo ETA también creyó ver en las instalaciones de El Correo una fisura para penetrar a través de ella y cercenar la libertad de prensa. Se equivocó, tal como pudo demostrarse ayer mismo, porque el propio atentado contribuyó a realzar la necesidad de continuar informando, ofreciendo cauces de expresión a la opinión libre y ocupando cada puesto de la compleja cadena de producción de un periódico con la obligación diaria de tratar de aproximarnos a la verdad de los hechos y de acercar cada edición a sus posibles lectores.

Cuando ETA decidió convertir a los medios de comunicación y a sus profesionales en objetivos de su sistema de terror reflejaba sin duda su inquina contra quienes garantizaban el latido constante de la libertad. Pero albergaba también la intención de provocar el desistimiento y la autocensura para que con ellas se apagara buena parte del pulso social y se resquebrajase el sistema de contención tras el que la sociedad civil podía seguir informándose y opinando libremente. Dicho intento contó con la colaboración cómplice de quienes por aquel entonces, a mediados de los noventa, no dudaban en presentar a los medios de comunicación como «agentes del conflicto». Con ello no sólo señalaban con el dedo a los profesionales y a las empresas que se negaban a someterse al dictado etarra. Además, conminaban a los periodistas que realizaban su tarea en el País Vasco a tratar las noticias sobre ETA y a hacerse eco de su discurso concediendo al terrorismo cuando menos una parte de razón. Pero si el ejercicio del periodismo ha descubierto alguna verdad inequívoca es el mal extremo que anida en el terrorismo y en los argumentos que lo justifican. Si el profesional que mantiene en funcionamiento una rotativa tiene algo claro es que su tarea no forma parte de un falso neutralismo sino de una función social cuyo objetivo no es otro que la libertad.

Las expresiones de condena y solidaridad, de defensa del valor común que encierra la palabra, dejaron ayer especialmente en evidencia a quienes con la omisión del más mínimo reproche hacia los etarras y el elocuente silencio mostrado volvieron a dibujar el círculo que en Euskadi da cobertura a la violencia de persecución. Sin embargo, ni el explosivo empleado para destruir parte de las instalaciones de El Correo ni la certeza de que un grupo insignificante pero irreductible de vascos continuará pensando en acallar al adversario mediante el terror pueden paralizar la actividad profesional de los trabajadores de El Correo y la de cuantos en el País Vasco y en el resto de España tienen encomendado garantizar que la libertad sea posible a través de la información veraz y de la opinión autentificada con una firma. Los profesionales que trabajamos en (nombre de cada cabecera) o en cualquiera de los medios de Vocento compartimos un firme compromiso, común al conjunto de la ciudadanía: contribuir a que el terrorismo deje de ser noticia. Pero aunque la amenaza continúe presente nuestras páginas seguirán informando con el máximo rigor, el miedo no atenazará las crónicas que ofrezcamos, los editoriales expresarán con severidad el repudio a la extrema injusticia, y quienes más sufren la lacra asesina, las víctimas del terrorismo, hallarán siempre un lugar donde expresar lo que han vivido, lo que sienten y lo que piensan con todas las palabras que les hagan falta.