Opinion

Arreglo en Líbano

La elección ayer por el Parlamento libanés del general Michel Suleiman como presidente de la República del Líbano pone punto final a seis meses de un inquietante vacío institucional, que había avivado la inestabilidad en uno de los países más movedizos de la región, situado de nuevo al borde de la guerra civil hace apenas dos semanas. Si la misma designación que había llegado a posponerse hasta en 19 ocasiones ha logrado prosperar ahora es gracias al acuerdo alcanzado el miércoles en Doha (Qatar) por las facciones que venían librando un enfrentamiento en apariencia irreconciliable: la pro-siria, con el partido chií Hezbolá y el general cristiano Michel Aun al frente, y la avalada por Estados Unidos que agrupa, entre otros, al gran clan sunní de los Hariri y al primer ministro, Fuad Siniora. La forzada confluencia de intereses difícilmente compatibles ha dado lugar a un acuerdo definido por su calculada ambigüedad, aunque ello no oculta el triunfo que supone para Hezbolá, que ha logrado todos los objetivos que trató de lograr con las armas en la crisis de principios de mayo. Esto es, mantener su contrapoder militar consiguiendo al tiempo la negociación de una nueva ley electoral, la fijación de una fecha para los comicios parlamentarios el próximo año y la capacidad de veto sobre determinadas decisiones que pudiera adoptar el nuevo Gobierno de unidad nacional.

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La solución alcanzada en Doha ha sido saludada con visible agrado por las potencias occidentales y ha provocado un comprensible alivio entre la población libanesa, atenazada por la amenaza permanente de guerra civil y por la sombra coercitiva de Israel. La satisfacción resulta comprensible porque aun cuando el pacto no constituye en ningún caso un paso concluyente hacia la reconciliación nacional, sí espanta el fantasma de la confrontación interna por la vía de la violencia y confiere un nuevo marco de paz y seguridad a un estado muy sensible para los equilibrios políticos en Oriente Medio. Pero la preeminencia de Hezbolá, la fragmentación entre facciones cuya cohabitación es un desafío constante, la imposibilidad de que el monopolio de la violencia se restrinja al Estado y la persistencia de influencias externas contrapuestas advierten sobre la fragilidad de un arreglo cuya necesaria y deseable perdurabilidad no está ni mucho menos garantizada.