LOS PELIGROS

Igualdad

Me sorprende la facilidad con la que cualquiera califica como asunto menor lo que para él no tiene importancia, aunque la tenga para los demás. Este pequeño totalitario de salón, tan abundante, no hace más que querer imponer su propia escala de valores. Y para ello recurre a hacer comparaciones imposibles, olvidándose de dar también las unidades de medida de lo que pone al lado de cada cosa. Ciertamente, si comparamos cualquier denuncia de discriminación con el hecho de que, en lo que va de año, 23 mujeres han muerto a manos de sus parejas o ex parejas, parecerá que estamos perdiendo un tiempo valioso en disquisiciones inútiles. Pero no. A esa desmovilización social se dedican quienes están cómodos en cualquiera de los estados en los que el machismo ideológico se desarrolla. Desde el rudo y sin complejos, que vuelve a exhibirse con naturalidad últimamente, hasta el camuflado, hábilmente sutil, que consiente parcelas de autonomía a sus parejas mientras siguen cultivando su dependencia. Unos y otros han coincidido en calificar como exagerada la polémica de las faldas de las enfermeras de la empresa Pascual.

Actualizado: Guardar
Enviar noticia por correo electrónico

Tampoco ayudan mucho a entender el caso, para combatirlo, las simplificaciones y los errores de bulto con el que se ha querido hacer una denuncia de trazo grueso. No se denuncia una imposición de escotes y faldas cortas, que no hay tal, sino, lo que no es menos grave, que se mantenga la obligación de un uniforme femenino «para agradar». La denuncia sindicalista confunde sexual con sexista y, en esa pérdida de sutileza, se dividen los apoyos. No se discute la necesidad de uniforme, principalmente porque se trata de un elemento de protección del trabajador en el desempeño de sus funciones y porque permiten al paciente identificar esas tareas. Hace años que la sanidad pública unificó los uniformes de ambos sexos, asignando distintos colores a empleos distintos. Y lo hizo con criterios de higiene y eficacia. Si se cumplen o no, con dignidad, en las clínicas denunciadas lo deberán dilucidar la Inspección y los tribunales. Desde luego no parece muy apropiado vincular la productividad con el uso de falda. Y, ya que el empresario cita el Estatuto de Trabajadores, éste prohíbe discriminar a nadie en sus retribuciones por, entre otras, sus convicciones.

En lo que sí tienen razón los que gustan de diluir las denuncias en el general incumplimiento es que esta discriminación sexista ocurre en más sitios no denunciados. Es cierto que abundan los uniformes y hasta los modelos femeninos «para agradar» en los supermercados, en las peluquerías, en restaurantes. Muchas veces con la complacencia de otras mujeres, porque este machismo, de baja o alta intensidad, sobreviviría peor si no fuera tan impune. En esos lugares, a la intemperie del santo gusto personal de quien contrata se le suma la precariedad del empleo, la falta de formación y la necesidad. Ahí hay tarea. No sólo para el nuevo Ministerio de Igualdad, sino para que reparta entre todos los demás. Hace cuatro años, la actual ministra de Fomento permitió una antigua reivindicación sindical, ridiculizada por su antecesor: que las azafatas de Renfe pudieran elegir falda o pantalón. Como también eligen en Iberia. Pero aún no pueden hacerlo las militares profesionales que, salvo las oficiales de la Armada en el de gala, siguen obligadas a la falda en trajes de gala y etiqueta. Y en los de trabajo diario sólo pueden usar pantalones si se les ordena o autoriza.

Para quienes piensen que estos pasitos de normalización son menores, recordar que hasta 1971 no hubo mujeres en la Policía Local de Madrid, y que, hasta que no lo remedió una sentencia judicial de 1973, eran expulsadas de ese Cuerpo si se casaban. No tuvieron armas hasta 1980. En 1984 se incorporó la primera mujer a la Policía Nacional, aunque ya las había, desde 1979, en el Cuerpo Superior. Hoy son habituales, pero muchos les siguen discutiendo gratuitamente la eficacia. En ese trabajo o en otros. Que alguien reciba con hostilidad a las ministras, como mujeres, presuponiéndoles incapacidad sólo por su género, ya indica que, además de igualdad, hacen falta grandes dosis de educación. Tan difícil una cosa como la otra.