TRIBUNA

Un gran lío y un gran problema

La reforma de la administración pública globalmente considerada debe ser uno de los grandes retos que nuestro país debe afrontar de forma inmediata. Reformas que no deben constreñirse únicamente a la faceta eminentemente burocrática de la misma, sino que ésta debe operar también en los servicios y las empresas públicas. Una ministra del anterior Gobierno manifestaba que «como era público y no era de nadie... no había ningún problema». Sólo alguien desaprensivo y sin pudor de ningún tipo es capaz de pensar eso y además transmitirlo. El problema se plantea con mayor virulencia cuando opciones políticas, no con posibilidades de gobernar, sino gobernando, pretenden que el protagonismo del Estado y de lo público invada una gran porción del espacio teóricamente reservado al individuo. Creo que no es conveniente que el ciudadano quede arrinconado con una exigua capacidad de gasto, y por lo tanto al pairo de las decisiones que el Estado tome por él, ya que considerando la imposición directa e indirecta, la presión fiscal rebasa con creces la mitad de las rentas de las personas.

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Por contrastar nuestra situación con la de algún país europeo con ciertas similitudes políticas, aunque en las antípodas en los comportamientos ciudadanos, veamos la opción sueca. Con la socialdemocracia Suecia experimentó un importante crecimiento durante los dos primeros tercios del siglo XX. La situación contrastada era la siguiente: presión fiscal inferior al 20% del PIB; una industria saneada y altamente competitiva con una importante propensión a la exportación y alto grado de desarrollo social directamente relacionado con un importante nivel educativo de toda la población, lo que redunda directamente en la productividad del país, en cuanto productivos son sus propios ciudadanos. El panorama así descrito se trunca allá por lo años setenta, cuando se produce un drástico cambio de gobierno que pasa de la socialdemocracia a un socialismo de corte radical. Fue este el responsable de gobernar sobre las continuas ayudas, subsidios y dávidas de todo tipo a la ciudadanía, lo que supuso la ruina del país en pocos años, incurriendo en importantes déficits fiscales que llegaron a sobrepasar el 13% del PIB y por el otro lado, el de los ingresos públicos, una situación de carácter confiscatorio con tipos impositivos sobre la renta de las personas que superaban el 80%.

En el último tercio del siglo XX, la crisis se apoderó de la sociedad sueca hasta límites insospechados: inflación, déficit público, desempleo, disfunción en el mercado de trabajo debido al montaje público de un sistema de subsidios y otras ayudas que competían con el propio mercado de trabajo, alejando de este a más de un 25% de la población, lo que a la larga hizo insostenible el sistema creado. Las transferencias del Estado a los ciudadanos en forma de subsidio junto a una importante crisis bancaria que fue resuelta con dinero público, como no podía ser resuelta de otra forma según el credo político existente en esos momentos, llevó a la economía sueca al abismo y a una situación de malestar social, que a la postre exigió una reforma en profundidad, con el consiguiente cambio de credo político, lo que supuso una profunda reforma liberal que revitalizó la economía a partir de 1993. En 2006, el partido gobernante Alliance for Sweden incide aun más en los principios de la economía de mercado y con la intención de enderezar la economía dando el protagonismo de nuevo al ciudadano, postergando al Estado a un segundo lugar, en aras a encontrar definitivamente la senda del crecimiento económico y la prosperidad perdida por hacer al Estado partícipe hasta límites insospechados e irracionales del devenir social, en la que el ciudadano había perdido todo tipo de protagonismo en lo económico, habiéndose instalado además una situación de auténtica desidia en la ciudadanía.

Extrapolemos la situación a España. El presidente del Gobierno que se define como «rojo», es un claro exponente de socialista radical, cuyas propuestas económicas sólo se ven atemperadas por la visión socialdemócrata de Solbes que contrarresta aquella otra. El programa económico de esta segunda legislatura se basa en un interminable catálogo de ayudas y subsidios, que inexorablemente van a descontrolar el gasto público, se va a aumentar la inversión pública en infraestructura para paliar el déficit inversor privado en construcción y poco más. Algún parecido en lo político y en lo económico con la situación sueca de los años setenta, ¿no les parece?

Ninguna reforma estructural de las que imperiosamente necesita la economía española aparece en el programa de gobierno. Tampoco de la administración pública y de lo público en general. La Ley 7/2007 aprueba el Estatuto Básico de la Función Pública, necesario pero no suficiente para colmar las necesidades de funcionamiento administrativo de un país altamente descentralizado. Precisamente, la vertebración del Estado español en comunidades autónomas, exige de una vez y para siempre clarificar los contenidos de los artículos 148 y 149 de la Constitución para delimitar de forma diáfana las competencias del Estado y de las comunidades autónomas.

Dotar a los ayuntamientos de mayor autonomía política financiera, sujeto a un sistema de financiación que no lo supedite de forma directa al desarrollo urbanístico. Las tres administraciones territoriales deben ajustar su estructura a sus auténticas necesidades, dado su específico marco competencial, al que deben ajustarse y en ningún caso sobredimensionarse, que es lo que está ocurriendo. La existencia y titularidad de los servicios públicos, no es óbice para que una gran parte de los mismos, casi todos, sean prestados por empresas privadas en régimen de concesión administrativa, conciertos o contratos. Hay que incentivar con mercados de competencia el funcionamiento y prestación de los Servicios Públicos, para de esa forma obtener mayor eficiencia en la gestión de los mismos. Pienso que el modelo sanitario de gestión, debería optar por este camino, compatibilizándolo con la existencia de Hospitales Públicos de referencia.

La desaparición del INI y la constitución de la SEPI, no debe servir para que el Estado asuma participaciones industriales en empresas a todas luces ineficientes y sin posibilidad de competir en régimen de mercado. Las empresas públicas como tales no tienen ninguna razón de ser en el marco diseñado por la Unión Europea, de ahí la vieja frase que yo también asumo: «La mejor empresa pública es la que no existe».