FERMÍN ARTEAGA. Maestro artesano durante 52 años en el taller de Juan Ugarte, en Bilbao.
Sociedad

Los últimos sastres

Medio centenar de virtuosos de la aguja y el hilo subsisten en España de un oficio que sucumbe frente a la confección industrial y que carece de relevo generacional

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Tan difícil o más que buscar una aguja en un pajar, va ser dentro de poco dar con un sastre. Puntada a puntada, el oficio se está descosiendo de la historia del País Vasco. Hoy por hoy, sólo es posible sumar con los dedos de dos manos los maestros artesanos que restan en Vizcaya: nueve. Álava, donde antaño abundaban las virtuosas del pespunte que a golpe de aguja lograron elevar a Vitoria a la categoría de ciudad de las modistas, y Guipúzcoa dan para otros tantos. Y por ahí de escaso anda también el número de modistillas.

Hasta medio millar se reparten, en total, por toda España, aventuran en el selecto Club de Sastres, donde sus 27 miembros visten a la flor y nata del país, entre otros, al Príncipe Felipe y al presidente José Luis Rodríguez Zapatero. La mayoría están en Madrid.

En los años 50 y 60, en el taller de los Larraínzar de la calle Cedaceros de la capital trabajaban 60 personas, se hacían 4.000 trajes al año y les ayudaban seis talleres externos. Ahora que llevar un traje a medida se va convirtiendo en un lujo que sólo saben apreciar los que están por encima del tiempo y las modas, cosen unos 300 anuales, se ayudan de seis personas y colaboran con dos talleres, advierte Gonzalo, la tercera generación de la saga.

Como ellos, quienes se dedican al oficio sobreviven, gracias a su talento implacable para detectar todas las imperfecciones de las anatomías y para convertir envergaduras físicas desastrosas en brazos de mar, con los clientes que no encuentran su talla en las tiendas; y también con los que tienen otro gusto para vestir o necesitan salir con la cabeza bien alta de una ocasión especial: una entrevista de trabajo, una reunión de ejecutivos, una ceremonia... Culpa, achacan voces de la profesión, de los nuevos tiempos, que parecen haber dado por perdido el concepto de calma en las compras y el placer de buscar tejidos para un traje y una falda, y que, por el contrario, demandan prendas que puedan ser probadas, usadas y desechadas en la misma temporada. Por poco dinero y de calidad cuestionable. Qué más da, si otra moda espera.

Y culpa por partida doble, tampoco hay que negarlo, pues falta relevo en los talleres. Como el sastrecillo del cuento que mató siete moscas de un solo golpe, Alfonso de Leciñana, el presidente de los Maestros Artesanos de Vizcaya, no acostumbra a dar puntada sin hilo, pero se envalentona: «Los jóvenes no quieren aprender a coser, pero eso es porque no saben la cantidad de vacantes que hay en este mundo». Lo dice él, que aprendió a coser un botón casi tan pronto como a leer y escribir, en una época en la que todo lo que tenía que ver con la casa, la costura y el bordado era cosa de chicas, que recibían clases de labor en el colegio. Entonces tampoco los sastres eran amigos de hacerse publicidad, que tampoco les hacía gran falta. Los trajes sentaban bien, los clientes quedaban contentos y llegaban otros recomendados por aquéllos. Y los que llamaban por su cuenta, es de suponer que conocían el estilo de la casa y les gustaba dejarse llevar por el buen consejo de sastre; 'la mano', que suele decirse.

Pero, pese al maridaje de arte e industria que hay en los trapos artesanales, el 'prêt à porter' no cose y el porvenir luce -más bien, desluce- manga por hombro. Eso sí, será manga de 'Gorina' y no de manta zamorana, una prestigiosa casa textil de Sabadell que no tiene nada que envidiar a los mejores cortes ingleses. «Ya no se utilizan tejidos gruesos», explica Arantza Matías, gerente de la empresa familiar de tejidos Rafael Matías, en Bilbao, que celebra este año su cincuenta aniversario, y que cada temporada reparte 1.600 catálogos con más de 800 muestras de telas entre modistas y profesionales de la costura a medida por todo el país. Y, si se es más espléndido, se puede optar por Loro Piana, una firma italiana que en el oficio es considerada como la mejor del mundo. Cada metro de estas lanas exclusivas vale unos 180 euros y sólo pesa 270 gramos, así que, hoy por hoy, los conjuntos de verano sólo se diferencian de los de invierno por el color.

«Alergia a los vaqueros»

«Los precios de un sastre a la antigua parecen caros, pero es que el producto es muy bueno y dura mucho», coinciden Cristina Tapias y Fermín Arteaga. Ella, modista y nieta de la creadora del sistema de patronaje Adrada, María Jesús Adrada, caracterizado por sus líneas sencillas. Él, maestro artesano durante los últimos 52 años en el taller Juan Ugarte en el casco viejo de Bilbao. Planchados y rematados por ellos mismos, la primera ha escogido para la entrevista una blusa de popelín con lorzas y pantalón recto. Él, que tiene «alergia a los vaqueros» porque con ellos se encuentra como «muy oprimido», se viste de traje con raya diplomática... Suerte que evitan reprobar el conjunto de quien les interroga y enseguida cuentan su historia y desarrollada entre telas.

En un cajón de sastre entra todo: hilos de mil tipos, tijeras, botones, cremalleras, metros, dedales, agujas, alfileres, pedacitos secos de jabón para marcar la tela... «Antes vendíamos 6.000 libros donde se explica el patronaje Adrada; y ahora vendemos sesenta», comienza Cristina Tapias. Sentada frente a un maniquí vestido de gala -«es un conjunto para una niña de catorce años que tiene que ir a una gala de fin de curso»-, se adivina en esta mujer ese «talento para averiguar» que la abuela le contagió mientras cursaba la carrera de Económicas.

Hasta que optó por la aguja y el hilo en lugar de los números. «La capacidad espacial para ver un modelo y, en la cabeza, saberlo desmontar es la que caracteriza a la modista y al sastre», argumenta. Sus alumnas le piden copiar modelos de las revistas, «los Armani que lleva Penélope Cruz, en esta foto, por ejemplo», señala. Y con el patrón Adrada que se inventó en un taller de la calle Buenos Aires de Bilbao consiguen un Armani, «pero a precio de Tapias, que es lo que más me fastidia», bromea Cristina. «Un traje de mujer lleva unos dos metros y medio de tela. Un tejido un poco bueno ya sale a sesenta euros el metro, y luego está la mano de obra.