DONDE LAS CALLES NO TIENEN NOMBRE

Una calle sin salida

Primero fueron las tonelerías. Recuerdo que la calle donde nací y pasé mi infancia era literalmente una calle sin salida. Al final, a escasos metros de mi casapuerta se levantaba majestuoso un gran portón verde coronado por un friso de cemento en el que se podía leer en letras bien grandes Domecq y Chacón. Aquella gran puerta verde nunca se abría y terminé comprobando como lo que al principio me parecía majestuoso se transformó en un mohoso muro de metal tras el cual estaba el abandono. Mis padres sí, pero yo nunca vi funcionar aquella tonelería de la que sólo quedaba un enorme solar ruinoso lleno de jaramagos. Aquel portalón limitaba mis aventuras al sur de la calle; mientras que al norte; allá a lo lejos -realmente no habría mas de cien metros- una gigantesca pared encalada me mostraba cada día sus apellidos bodegueros: Díez Mérito. Era el comienzo de la década de los ochenta y en cualquier esquina de la ciudad te podías topar con el imperio del vino. Es más, en muchas calles de Jerez podías oler el vino.

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Después les tocó el turno a las fábricas de tapones. Por circunstancias y aunque todavía era un mocoso pude vivir de cerca el cierre de Cápsulas Torrent. Lo que en su momento fue un negocio floreciente desapareció sin dejar rastro hasta el punto de que hoy día no subsiste ninguna empresa de elaboración de cápsulas en nuestra ciudad. Más tarde llegaría el cierre de Jerez Industrial. Las artes gráficas, un sector íntimamente ligado al Marco y en el que Jerez estaba en la vanguardia, se fueron apagando entre manifestaciones, pataleos y burocracia barata. Las patas del sector vitivinícola en torno al que Jerez había crecido y se había modernizado se iban quebrando una a una delante de nuestras narices. Nadie supo o pudo mover un dedo. Al fin y al cabo todavía nos quedaban las bodegas, que eran como la nave nodriza de este ejército económico. Bodegas, eso sí, diezmadas de personal y listas para servir de cebo a las multinacionales.

Han pasado los años y el guión se ha ido cumpliendo según lo previsto. Hoy día en Jerez es más fácil dar con un científico de la Nasa o con un premio Nobel que con un empleado del sector. El aroma de los finos y olorosos ha sido borrado de nuestras calles y allí donde había una bodega hoy probablemente nos encontraremos una de estas tres opciones: una magnifica promoción de viviendas con sus lofts y todo, un supermercado o una delegación del Ayuntamiento de Jerez. Aún quedan algunos valientes del vino, aunque a la mayoría los han ido sacando al extrarradio a medida que iban estorbando a alguna operación urbanística.

Toda este reflexión me ha venido a la mente precisamente mientras iba con el coche por la antigua circunvalación y he comprobado que los carteles que anuncian estupendos pareados y adosados rodean ya como aviso de la pronta llegada de las excavadoras a aquellas impresionantes bodegas de Croft. Al verlo he sentido una profunda pena de que se pierdan monumentos bodegueros como ese y he recordado las tonelerías, las fábricas de tapones, las artes gráficas, Rumasa, las diez mil familias que no hace tanto tiempo comían del negocio del vino, la huelga de la vid, la especulación con los cascos bodegueros y otras tantas y tantas señales que nos alertan de la caída de un imperio. Esta semana, sin ir más lejos, ha concluido la venta de las antiguas marcas de Domecq. Emblemas como La Ina o Carlos I que han pasado a manos de Osborne tras la fragmentación y el reparto que las multinacionales han hecho de lo que fue un símbolo de esta ciudad.

Y también he recordado las palabras de un conocido jerezano amigo mío que asegura que las bodegas de Jerez sólo serán museos en pocos años. Y dándole vueltas a todo esto me he dado cuenta de que quizá el que vive ahora en una calle sin salida es el Marco de Jerez.