EL COMENTARIO

Tragedia, no política

Como hace cuatro años, un sino amargo nos impide de nuevo llegar a la jornada electoral, en teoría gozosa, sin la sombra de la muerte cerniéndose sobre nuestras cabezas. Otra vez volveremos a realizar el rito soberano que pone en vigor nuestra ciudadanía con la mirada torva y el corazón encogido por el dolor ajeno, que es también la amargura propia de constatar el incesante fracaso de la paz. El jueves pasado, un periódico publicó ingeniosamente un comentario intitulado «Ojalá hoy sólo sea jueves»; cuatro años atrás, aquel jueves terrible y ensangrentado nos marcó de forma ya indeleble. Los sayones han agotado esta vez el plazo: el crimen horrendo ha sido el viernes, el último día de campaña. Cuando los fundamentalistas islámicos asesinaron brutalmente a casi dos centenares de personas, el terrorismo adquirió una dimensión superior, indescriptiblemente detestable, hasta el punto que los propios etarras parecieron convencerse de que habían de renunciar a la vileza brutal del asesinato a sangre fría si no querían ser equiparados con las fieras rabiosas del fanatismo ciego de los terroristas religiosos. Algunos llegamos a pensar que, en una sociedad que había visto aquella brutalidad masiva y repugnante, ETA, surgida de una sociedad burguesa y opulenta, no se atrevería a regresar a la impiedad sanguinaria del tiro en la nuca, a la bestialidad literal y cobarde del asesinato por la espalda. De hecho, en mucho tiempo los crímenes de ETA, afortunadamente escasos, han tenido otra estética, no menos cruel y repulsiva pero sí diferente. Los dos muertos de la T-4 o los asesinatos de los dos guardias civiles en Francia no incluyeron la pasión sanguinaria del crimen cometido por el verdugo siniestro que se mancha las manos con borbotones de sangre de la víctima recién ajusticiada. Como ayer en Mondragón, cuando un hombre joven y justo cayó a manos del representante de la horda, del emisario de la hez de la tierra.

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Hace ya, en fin, mucho tiempo que sabíamos que estos criminales patéticamente envueltos en la bandera de una causa territorial indefendible no son más que una endogámica banda de delincuentes comunes que, presos en su círculo vicioso, asesinan porque han hecho de la muerte su medio de vida. El asesinato del ex concejal socialista Isaías Carrasco puso fin en el acto a la campaña electoral y dio paso al luto. A un luto cargado de sentimiento que los demócratas han rendido esa vez con dignidad y unidos, enhiestos frente a esta agresión perversa que a todos nos ha helado el corazón. Pero no tendría sentido alguno que diéramos al crimen alguna dimensión política, que permitiéramos que ETA influyese en cualquiera de los sentidos posibles en nuestras insobornables convicciones, en nuestra determinación de ejercer plenamente la soberanía de la que depende el futuro de este país y, por ende, también el futuro personal de todos nosotros.

No proceden, pues, los análisis que algunos pudieran intentar de las intenciones de los terroristas, de su pretensión de empujar el proceso electoral en una dirección o en otra En este sentido, tenemos la sagrada obligación de no permitir que los fanáticos introduzcan cuñas en nuestra estructura argumental. El peor desaire que podemos hacer a estos criminales irredentos que tienen ínfulas de redentores es reducirlos a la consideración estricta de los delincuentes comunes, de las bandas criminales organizadas que han de ser expulsadas de la convivencia para proteger a la ciudadanía de los elementos perturbados y antisociales.

Después de todo lo ocurrido en los últimos años, ETA ha agotado todas las posibilidades imaginables de conseguir un final más o menos honorable como el que ingenuamente le brindaron en los años ochenta los partidos democráticos en el Pacto de Ajuria Enea. Ahora, ni los miembros de ETA ni los fantoches se prestan a prestarles cobertura política en la política vasca pueden aspirar ya ni siquiera a obtener alguna concesión penitenciaria a cambio de su rendición. Los etarras son simples criminales peligrosos en extinción que engendran un grave problema policial pero que no significan nada en la vida pública vasca, en el devenir de la sociedad española. Lloramos a esa víctima que ha perecido en el altar de sus convicciones democráticas pero no reconocemos a sus verdugos capacidad alguna de actuar políticamente sobre nuestra voluntad. El odio que nos provocan los sayones es tan simple como el que inspira el animal rabioso.