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Luna de miel

En la tormentosa relación que une a periodistas y políticos, esta es la luna de miel. Son quince días apocalípticos en los que uno se convierte en el mejor amigo del aspirante al cargo. De repente, al candidato le interesa tu salud, tu familia, tu vida en general. Te sonríe y se para por los pasillos (cuando por lo general va en patín sin mirar al público).

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Justo al contrario de lo que se quejan los periodistas que siguen las caravanas presidenciables (que ni ven ni hablan con el candidato), en el caso de las ciudades pequeñas el compadreo llega a su clímax en estos días. Es ahora cuando responden cualquier pregunta, se paran, te hablan, te sonríen y hasta te agarran por el brazo, como si hubieran jugado al elástico contigo hace algunas décadas.

El resto del año, el esfuerzo está dirigido a guardar las distancias, a mantenerse en un plano cordial y sin acritud.

Lo malo es que hacerse el hombre de hielo en una ciudad pequeña es difícil. Para empezar, es muy probable que uno se tope con el concejal bajando la basura en zapatillas; o con un pareo mojado y la arena de la playa pegada a la mejilla; o engullendo una tapa en cualquier bar. O en bermudas (el concejal o el periodista) o peor aún, en bañador (ambos). Mantener una actitud profesional con un protector solar blancuzco extendido como a brochazos tiene cierto mérito. Pero se intenta.

Mientras tanto, no queda de otra que fingirnos amigos, saludarnos y preguntarnos por la familia. Para ellos somos como esa cuñada cotilla que en las cenas de Navidad siempre está fijándose en cuántos viajes haces al mueblebar y en esa odiosa mancha de la corbata. Sobre todo, en la corbata.