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La fiesta del alquimista

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En la entrada al restaurante de Martín Berasategui en Lasarte, el cliente se en-cuentra con una frase, grabada sobre una plancha de acero, que deja meditando un rato a quien la entiende. Está escrita en euskera y dice así: ‘Egiten baduk beharra, jango duk ogia’ (Si haces lo que debes, comerás pan). Hay que ingresar, pues, con humildad de espíritu en este templo de la gastronomía. En la recepción, Eugenia Trota recibe a las visitas y atiende el teléfono. Las peticiones de reservas y de entrevistas al chef llegan de todo el mundo. Son las once de la mañana y la luz entra en cascada a través de los grandes ventanales del comedor, iluminando los manteles de hilo y sacando destellos al cristal de las copas y de los jarrones de diseño. Un operario abrillanta el suelo ya brillante. Todo parece en paz.

Entonces se abre la puerta de la cocina y el mundo cambia de repente con una explosión de actividad. Más de cincuenta personas vestidas de blanco van y vienen a través de un escenario de 450 metros cuadrados, un pequeño laberinto de acero inoxidable donde hierven ollas y pucheros, crepitan sartenes y prenden los fuegos eternos de los fogones y las cocinas Charvet y García Casademont.

La primera impresión que produce ese trasiego es de una cierta anarquía. Pero enseguida se comprueba que todo está perfectamente medido, que la sincronización es total, que cada uno de los presentes tiene un cometido asignado y sabe lo que hacer, ya sea limpiar un chipirón, preparar una infusión de berberechos al ‘txakoli’ o crear una clorofila de berro.

Al pie del cañón

La organización es perfecta. Debe serlo cuando uno tiene que preparar una cuajada de vieira, erizos de mar, soja con sus brotes y cremoso de café, canela y ‘curry’, un plato cuya receta, detallada hasta el extremo de incluir los granos de sal que son necesarios en su elaboración, ocupa, a dos columnas, un folio completo de letra menuda.

En el restaurante hay tres jefes de cocina, Joseba Lezama, David Beltrán e Iñaki Arregui, más un cuarto, Baltasar Augusto, que está al frente del banco de pruebas. Cada una de las cuatro partidas en las que se divide la cocina –primeros platos, pescados, carnes y pastelería– tiene a su vez un jefe con su ayudante respectivo. A ellos les asiste un número indeterminado y circulante de jóvenes cocineros de los cinco continentes para hacer sus prácticas y formarse en uno de los seis restaurante con tres estrellas Michelín que hay en España.

Por encima de todos, sin perder nunca detalle, gobernando su casa con mano firme y un perfeccionismo sin límites, se encuentra Martín Berasategui, un donostiarra de 47 años con el que la crítica gastronómica se muestra unánime desde hace tiempo: se trata de uno de los grandes genios de la cocina mundial. Su nombre, de hecho, ya es una marca registrada, como ocurre con Adriá, Robuchón, Bras, Ducasse, Blumenthal o Alajmo.

Berasategui está en lo más alto y lo sabe, pero se esfuerza en transmitir una imagen de cercanía y humildad. Le gusta decir que sigue siendo el Martintxo de siempre, aquel chaval inquieto que creció en la cocina del Bodegón Alejandro de la calle Fermín Calbetón, entre cazuelas y pucheros, escuchando canturriadas de versolaris en las sobremesas.

«Cuando te dan las tres estrellas tocas el cielo. Es el gran reconocimiento de la profesión y te hace superfeliz, pero tienes que mantener la humildad y seguir trabajando igual que siempre. Yo es lo hago. Y además lo hago feliz. Es que yo soy un chiflado. Para mí esto es una fiesta. Por eso soy el primero que entra y el último que se va del restaurante. Cierro domingo noche, lunes y martes, y esos son los días que aprovecho para viajar, dar conferencias o participar en congresos. Pero mi sitio es este. El cocinero tiene que estar al pie del cañón en la casa madre», afirma el chef, sentado en una mesa de mármol que hay en mitad de la cocina, desde la que lo observa todo.

El gran ‘boom’

La gastronomía vive un momento histórico en España, que se ha convertido en una referencia mundial. El chef de Lasarte se enorgullece de ello. «Una de las razones fundamentales del éxito ha sido la trasparencia, el no esconder lo que hacíamos sino, al contrario, mostrarlo a todos con generosidad. Los cocineros vascos hemos sido pioneros en eso», explica Berasategui, mientras se levanta a saludar a uno de sus proveedores.

De su complicidad con el pescadero que ha entrado en la cocina con total naturalidad hay que deducir que la imagen del gran cocinero calibrando en el mercado con ojo experto la calidad de un rodaballo o de una cinta de vaca está pasada de moda.

Los grandes restaurantes tienen a su disposición una serie de proveedores escogidos que les reservan lo mejor de lo mejor. Por ejemplo, unos guisantes lágrima como los que cultiva Jaime Burgaña en Getaria o esos pequeños salmonetes que Berasategui exige sin desescamar. Los quiere así desde que, haciendo una de sus pruebas de alquimista, descubrió que podía cristalizar las escamas con aceite de oliva y que éstas se convertían en un manjar crujiente.

La ‘mise en place’

Poco antes de las dos comienzan a llegar los primeros comensales. Desde el primer momento, se sentirán unos privilegiados. La ‘mise en place’ es responsabilidad de Oneka Arregui, la mujer del cocinero. Ella manda sobre la sala y borda su trabajo. Todos de un negro escrupuloso, el ‘maitre’, Felipe Barbancho, y el sumiller, el canadiense Steve Labbe, dirigen a un grupo de camareros que actúa con eficiencia y disciplina. Se explican los platos con detalle y se sirven a un ritmo exacto, ni premioso ni lento; algo básico en un restaurante donde son muchos los clientes que piden el espectacular menú degustación, que consta de cuatro entradas, ocho platos y dos postres, y cuesta 145 euros.

A las cuatro de la tarde, después de dos horas tensas dirigiendo el cumplimiento de las comandas, vigilando los ‘emplatados’ y saliendo a charlar con los comensales, Martín Berasategui comienza a relajarse. Las cosas han vuelto a salir bien. La cocina, sin embargo, sigue funcionando. La creatividad no se detiene. Baltasar Augusto llega con un plato nuevo, una prueba con la que llevan trabajando varios días. El cocinero de Lasarte la come y dibuja una sonrisa de bendición. Acabará en la carta.

«Son unos falsos ñoquis de lombarda con panceta ibérica a baja temperatura y gravilla de aceite de oliva», explica el chef, que pide a su colaborador una ración para el visitante. El plato es una maravilla, una de esas mezclas de sabores y texturas que, gracias a su virtuosismo técnico, Martín Berasategui borda como pocos. De ahí que el visitante recuerde entonces la frase de la entrada y se pregunte si esta vez ha hecho más de lo debido. Porque lo que no puede discutirse es que ha comido algo más que pan.