Editorial

Un problema privado

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a citación por parte de un juez de Madrid de 25 mujeres para que testifiquen en la investigación abierta contra una clínica por practicar presuntamente abortos ilegales ha agravado la controversia sobre el modo en que se realizan en España las interrupciones voluntarias del embarazo y sobre la vigencia de la Ley 9/1985 que regula su despenalización. El revuelo provocado demuestra que el trance de abortar sigue constituyendo un asunto no sólo esencialmente de mujeres, sino sobre el que continúan pesando sentimientos vergonzantes y un palpable silencio social más de dos décadas después de aprobarse la normativa que lo permite en los supuestos tasados. Ambas circunstancias obligan a conducir cualquier instrucción judicial con la suficiente habilidad para que una diligencia común no se convierta en un gesto de oprobio, ni acabe culpabilizando a las declarantes cuando la legislación vigente no lo hace. Por eso mismo, la simple entrega de una citación, sin que medie imputación alguna, no puede vulnerar el derecho a la intimidad de las pacientes protegido por el exigible secreto profesional del personal sanitario. Pero es precisamente el temor que ha aflorado entre esas mujeres a ver descubierto un acto tan íntimo y, en muchas ocasiones, tan secreto el que pone de manifiesto que la aprobación de una ley ampliamente consensuada no ha bastado para normalizar la admisión social del aborto. A ello no es ajena la incongruencia que supone que sean los poderes públicos los primeros impelidos a velar por la adecuada aplicación de la norma mientras delegan abrumadoramente su ejercicio en manos de clínicas privadas. Menos del 3% de las 90.000 interrupciones voluntarias del embarazo que se registran cada año en nuestro país se efectúan en hospitales públicos, hasta el punto de que los servicios sanitarios de cinco comunidades autónomas -Castilla-León, Castilla-La Mancha, Andalucía, Murcia y Extremadura- no ofrecen esa alternativa y en otra -Navarra- no se practica la intervención en ningún caso. Esa renuncia a ejercer un compromiso público más riguroso no sólo prejuzga la existencia de objeciones de conciencia en los equipos médicos no cuantificadas. También contribuye decisivamente a que el aborto continúe considerándose como un problema individual y reservado, cuyo ocultamiento dificulta la propia efectividad de las campañas de contracepción.