UNIDOS. Obama y su esposa Michelle charlan cariñosamente durante un mitin en un instituto de Des Moines, en Iowa. / REUTERS
MUNDO

Una gran historia de amor espolea a Obama

El idílico matrimonio del candidato demócrata con Michelle se convierte en uno de los grandes activos de su campaña por la nominación

Actualizado: Guardar
Enviar noticia por correo electrónico

«El amor de mi vida». Así presenta Barack Obama a su esposa Michelle, que suele precederle en los mítines con la fuerza de un huracán. Esta mujer que casi le retira la palabra cuando dejó el lucrativo gabinete de abogados para dedicarse a la política se ha convertido en uno de sus mejores activos, y no sólo porque cada vez que aparece en el escenario con sus hijas de 6 y 8 años de la mano evoca aún más el anhelado espectro de John Kennedy con el que se le asocia, sino porque EE UU parece estar listo para elegir a un presidente negro o incluso a una presidenta, pero no a un lobo solitario con libertad para flirtear a su antojo. En la era Sarkozy, la liberalidad francesa pone al descubierto que incluso entre los demócratas la sociedad americana sigue siendo conservadora. Obama rechaza la idea de un país rojo y otro azul (republicano y demócrata), y hace votos de ser «el presidente de los Estados UNIDOS de América». Para cumplir con esa promesa la estabilidad de sus 15 años de matrimonio resulta vital.

Ann Romney es el inseparable florero del candidato republicano Mitt Romney. Cada vez que éste se presenta a los votantes se apresura a presentarla con una postilla. «Llevamos casados 37 años», dice invariablemente. Y todavía tienen la desfachatez de fingir sorpresa en un vídeo que se muestra en los actos de campaña. «Ya llevamos casados 37 años», dice amorosamente el ex gobernador en el salón de su hogar. ¿Es verdad, 37 años!», exclama ella, como si acabara de darse cuenta.

La historia del candidato que lleva casado toda la vida con su primera novia del instituto que también ostenta Mike Huckabee se ha vuelto tan imprescindible entre los aspirantes republicanos que sin su high school sweetheart parecen estar políticamente acabados. Es el caso de Rudy Giuliani, cuyo segundo matrimonio acabó en los tabloides cuando se dio a conocer su relación con una amante a la que luego ha convertido en esposa. Poco se imaginaba entonces el alcalde de Nueva York que con aquél agrio divorcio estaba hipotecando su futuro político. Para la masa evangélica sin la que el partido conservador no parece capaz de ganar la presidencia el lío de faldas lo degrada a la categoría moral del Bill Clinton mujeriego que tan mal ejemplo consideran para sus hijos.

En el abanico republicano John McCain también tiene una mancha en el expediente marital, pero sus correligionarios prefieren atribuir ese divorcio a las cicatrices de cinco años como prisionero de Vietnam, pese a que él mismo se atribuye toda la culpa. La ha redimido con los 27 años de buena conducta que lleva casado con su segunda esposa, Cindy, y una reputación de honestidad personal que nadie le discute.

Obama tiene ya demasiadas cosas en contra como para permitirse el lujo de romper esa imagen de estabilidad y matrimonio feliz que cultiva con ahínco. Si John Kennedy explotaba a espaldas de su esposa Jacky las fotografías de sus hijos jugando en la Casa Blanca, el senador de Illinois se encarga de contar a la prensa como lee Harry Potter a su hija Malia y cuántas horas han tardado en montar juntos el árbol de Navidad.

Pero si bien entre los republicanos la esposa del candidato es un personaje sumiso y sonriente que le acompaña a todos los actos cogida de la mano, entre los demócratas es un desdoblamiento de éste que sigue una agenda paralela de mítines. Entre los dos baten el terreno a conquistar. Así es como Hillary Clinton se convirtió en hija predilecta de New Hampshire, después de que en 1992 se pateara por su cuenta el estado para convencer al electorado de que su marido sería el mejor presidente que habrían visto nunca.

De igual forma Teresa Heinz, la multimillonaria esposa de John Kerry, y Elizabeth Edwards, la de su vicepresidente John Edwards, se arremangaron las faldas para hacer compaña por sus maridos con tanta energía que algunos desearon que sus esposos se les parecieran más.

Para Obama el valor estratégico de Michelle es tal que Frank Cownie, alcalde de Des Moines, cree que su presencia es uno de los factores que han evitado que corra la misma suerte que Howard Dean en las primarias demócratas de 2004. «Su mujer prácticamente no apareció en la campaña», observa críticamente. Y cuando lo hizo su aspecto vulgar y desaliñado de pueblerina tímida hizo más mal que bien.

Cariño en los mítines

El matrimonio de Illinois no ha cometido ese error. La mujer que aspira a ser la nueva Jackelin Kennedy de color tiene la fuerza de sus antepasados africanos en la sangre y la dulzura en los modales de un marido espiritual que se dice capaz de reconciliar a su pueblo y devolver la ilusión a los desencantados. A punto de cumplir los 44 años todavía mantiene bien el tipo y lo perfila con vestidos negros entallados y collares de perlas blancas que resaltan su sonrisa de dentífrico. Baila con las niñas sobre el escenario cuando suena su banda sonora y besa furtivamente a su marido cada vez que tiene oportunidad.

La también abogada de Harvard y vicepresidente de Asuntos Externos y Relaciones Comunitarias de los Hospitales de la Universidad de Chicago pasa por ser la perfecta compañera en un matrimonio que ha puesto la vista en lo más alto del país, la Casa Blanca, y necesita alimentar el mensaje de la esperanza con esa imagen de familia idílica que como poco parece auténtica y hasta de Hollywood. «La esperanza es lo que me ha guiado hasta aquí hoy», dijo Obama el jueves en su discurso de la victoria en Iowa. «Con un padre de Kenia, una madre de Kansas y una historia que sólo podía haber ocurrido en Estados Unidos. La esperanza es la base de nuestra nación, la creencia de que nadie escribirá nuestro destino por nosotros sino que lo haremos nosotros mismos, como lo harán todos esos hombres y mujeres que no están contentos con el mundo como es y que tengan el valor de rehacerlo como debe ser».