CALLE PORVERA

Los reyes de la fábrica

La mayoría de los que acaban de leer el titular de este pensamiento semanal (no doy para más, qué se le va a hacer) no lo han entendido. Para ser sincera, sólo lo habrá comprendido mi hermana, a la que no le queda más remedio porque lo ha vivido igual que yo (¿un saludito, Nene!).

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Hay una tradición maravillosa en la empresa en la que mi padre deja nueve horas diarias desde hace casi cuarenta años: cada 6 de enero, tres trabajadores o allegados se visten de Reyes Magos (Baltasar se tiznaba la cara a conciencia para dejar manchados a los críos), se montan en la fengüi que usan para transportar los palés (es lo que ahora recuerdo con más cariño), tiran caramelos entre las máquinas de hacer tapones y reparten regalos a los hijos de los empleados.

Se preocupaban tanto de acertar con la sorpresa que agrupaban a los niños por edades y recibían un juguete u otra cosa adecuada para cada uno. Por ejemplo, a mí me regalaron una casa de la Barbie, un Telesketch (la pantalla en la que se podía pintar y borrar y que se puso de moda hace años), un proyector para dibujar y otros muchos más que ya no recuerdo. Y, por supuesto, una bolsa de caramelos para cada uno. El chollo se acababa al llegar a la adolescencia.

Los Reyes de la fábrica eran el último resquicio de las navidades. A mi hermana y a mí nos servía para fardar delante de los primos que ya habían recogido todos sus regalos: «A nosotras nos quedan los Reyes de la fábrica», decíamos con sorna e irrumpíamos en el almuerzo familiar con el regalo y los caramelos bajo el brazo mientras los demás se quedaban mirando. Cada vez que llegan estas fechas me asalta este recuerdo.