ESPERA. Una mujer y su bebé aguardan atención en un centro del programa mundial contra el hambre.
MUNDO

Somalia sólo existe en el mapa

El caos domina un país africano en permanente crisis humanitaria ante la apatía de la comunidad internacional

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Somalia sólo existe en los mapas. En realidad, es otro pedazo de mundo al que hay que llamar de algún modo, inmerso en una incombustible crisis humanitaria tras dieciséis años de guerra civil. El Gobierno, apoyado por la ONU, apenas controla un país casi ficticio con diferentes territorios dominados por diferentes clanes. Hasta tal punto es así que se crean miniestados que desaparecen antes de que la comunidad internacional tenga tiempo de advertir de que no les reconoce como tales. Y a ello hay que añadir la violencia islamista, con la Unión de Tribunales Islámicos (UTI) en plena yihad para controlar el país; esta semana aseguraron que el 70% del territorio estaba en sus manos.

En medio de este caos la ONU ya ha avisado, sin despertar mucho interés en la comunidad internacional, que Somalia está inmersa en «una de las peores crisis humanitarias de la historia de África». El coordinador de Naciones Unidas para la ayuda al país, Christian Balslev-Olesen, aseguró hace unos días que los civiles mueren en los brazos de los trabajadores de las ONG sin que puedan hacer nada. «Se dispara a todo y desde todos los frentes. Mogadiscio es una ciudad fantasma y hasta los trabajadores de la ONU intentan huir».

Hablar de datos fiables en esa atmósfera es imposible, pero las estimaciones de la organización internacional son reveladoras: un millón y medio de desplazados y 800.000 personas huyendo en estos momentos. «Es un récord mundial. En ningún lugar del planeta hay una masa humana de esta magnitud en movimiento», asegura Balslev-Olesen. «Si la situación no mejora rápidamente volveremos a las imágenes de principios de los años noventa, cuando miles de niños murieron de enfermedades y de hambre».

Cada día abandonan la capital, Mogadiscio, más de mil personas. Allí se suceden los combates entre el Ejército somalí, apoyado por el etíope, y las milicias islamistas, que controlaban la ciudad y el sur del país hasta finales de 2006. El fuego cruzado y los atentados suicidas matan cada semana a decenas de civiles. El último baño de sangre se produjo el viernes, con al menos veinte civiles muertos en los combates.

La reacción de los militares, poco disciplinados y sin mucho orden, también produce terror: tras algún ataque islamista, soldados etíopes entraron en mezquitas, sacaron a la calle a varios ciudadanos y les acribillaron a tiros. Aunque también es frecuente ver a islamistas arrastrar por las calles cadáveres de soldados abatidos en la lucha.

Escapar del horror

Ante tan catastrófica situación, los vecinos de Mogadiscio huyen. Aunque tampoco esa es la solución, porque el ministro de Interior somalí, Mohamed Mohamud, ya advirtió de que «quienes huyen son responsables de la situación porque saben que sus hijos están causando la violencia, pero prefieren irse que detenerlos. Deberán hacer frente a las consecuencias». De modo que la elección es o quedarse en la ciudad y cruzar los dedos para que los ataques indiscriminados de artillería de los dos bandos no acaben con uno, o tratar de escapar y esperar la represión del legítimo Gobierno somalí.

Como lo normal es intentar huir del horror en vez de confiar en la suerte, concepto extraño en Somalia, la vida cotidiana de miles de personas discurre en campos de desplazados. El coordinador humanitario de la ONU dio un ejemplo del estado de uno de estos asentamientos. Se refirió al de Afgooye, a treinta kilómetros de Mogadiscio. Allí viven 33.000 personas (la cifra aumenta cada día) que deben compartir dos letrinas, y sólo el 20% dispone de agua potable. En esas condiciones, no resulta sorprendente que uno de cada cinco niños menores de cinco años sufra malnutrición y miles de ellos se encuentren al borde de la muerte. Y el hecho de que los combates se estén recrudeciendo pone al país al borde una brutal hambruna.

Ese estado caótico es aderezado por la permanente crisis en los despachos que da pie a situaciones rocambolescas. Hace un par de meses, el Gobierno somalí, sustentado por la ONU, secuestró a Idris Osman, el director local del Programa Mundial de Alimentos (PMA), la agencia de ayuda alimentaria de la organización internacional. Lo hizo sin cargos, aunque se sospecha que el motivo fue el reparto de comida caliente en las mezquitas, lo que fue interpretado por el Ejecutivo como ayuda a los islamistas. Osman fue liberado una semana después, pero el suceso obligó a detener la distribución de alimentos. Antes de que eso ocurriera, la labor ya era de por sí complicada porque la ONU sufre acosos cada vez más frecuentes debido a que los milicianos de todas las partes enfrentadas «carecen de disciplina y no respetan ninguna convención». Incluso la cooperación con las autoridades somalíes es difícil, ya que en el seno del Ejército no hay jerarquía y la descoordinación reina entre los distintos ministerios, que carecen de personal y recursos suficientes.

También reina la confusión en las más altas esferas del Ejecutivo. Poco después del verano renunció el primer ministro somalí, Mohamed Ali Gedi, quien llevaba tiempo enfrentado con el presidente, Abdulahi Yusuf Ahmed. Esos enfrentamientos comenzaron cuando el presidente firmó un convenio con una empresa china para explorar bolsas de petróleo en Somalia. El primer ministro se enfadó porque él apoyaba a un consorcio formado por compañías de Indonesia y Kuwait, aunque no se llegó a explicar con claridad qué ventajas tenía una y otra opción para el interés general de la población somalí.

Para tratar de mejorar el estado de las cosas, la ONU recibió este año cien millones de euros de donantes internacionales, la mitad de lo que había pedido. Para 2008, a fin de atajar la nueva crisis que se avecina, el coordinador humanitario de Naciones Unidas pedirá 270 millones.