Editorial

Televisión con código

La reunión convocada por la vicepresidenta Fernández de la Vega con los operadores de televisión ha obedecido sin duda a la sensación creciente de que el código de autorregulación suscrito en diciembre de 2004 por los distintos canales no está siendo aplicado con el necesario rigor, precisamente por efecto de la competencia que mantienen los propios firmantes. El asesinato de Svetlana Orlova ha disparado las alarmas, aunque la luz roja estaba ya encendida por la continuada irrupción de contenidos impropios para la infancia y la adolescencia tanto en el «horario protegido» -de las 6 a las 22 horas- como en el de «protección reforzada» -de 8 a 9 y de 17 a 20-. Conviene señalar que la audiencia en ningún caso puede servir de argumento legitimador de un contenido que hiera la dignidad humana, vulnere la intimidad, banalice el mal o el dolor ajeno, o afecte negativamente a la percepción que de la realidad y de los valores deban tener los menores. Por otra parte, el consentimiento expreso de cualquier persona para comparecer ante las cámaras tampoco exime a sus conductores del daño moral que pudiera sufrir, al margen de que ello tenga o no consecuencias de orden legal.

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Sería injusto e inoportuno someter a las cadenas o a los programas a una especie de juicio público que, muy probablemente, acabaría fomentando la hipocresía social. Pero la mejor garantía para que eso no ocurra es que sean los propios operadores los que asuman la responsabilidad de cumplir las pautas de actuación previstas en el código de autorregulación. Para ello sería también conveniente que los responsables de los programas eviten defender su contenido con apelaciones al derecho a la información, puesto que una gran mayoría de las informaciones que se ofrecen en los mismos son sencillamente prescindibles, al margen de que despierten el interés del público. No deja de resultar elocuente que las cuatro iniciativas pactadas ayer por el Gobierno y los operadores, positivas en sí mismas, incidan en la necesidad de perfeccionar el tratamiento informativo de la violencia doméstica cuando lo que está realmente en cuestión es la temática de los espacios de telerrealidad. La mera eventualidad de que la exposición pública de un drama personal pudiera contribuir a agravar sus circunstancias, e incluso que sus protagonistas pudieran elegir la televisión para una obscena exhibición del mismo, obliga a televisiones y productoras a aplicar las máximas cautelas y a evitar los casos que presenten el más mínimo síntoma de riesgo.