EL COMENTARIO

Política exterior

El debate, por llamarlo de alguna manera, sobre política exterior que tuvo lugar el miércoles pasado en la sesión parlamentaria de control al Gobierno mostró con lamentable crudeza tanto los planteamientos primarios y testiculares de una oposición empeñada en ver las relaciones internacionales como la afirmación heroica de una arrogante posición frente al mundo (de ahí la reiterativa afirmación de que España está siendo «humillada» en los diferentes escenarios exteriores por la falta de testosterona de nuestra diplomacia), cuanto la dificultad, probablemente insuperable en bastante tiempo, de recuperar un mínimo consenso en materia de política exterior después del garrafal error de Aznar de sacar a este país de sus posiciones tradicionales para entregárselo a un George Bush que, además de haber perdido el tino, representaba en aquel momento todo lo que la sociedad española más podía aborrecer.

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Como se recordará, tras la formación del gobierno salido de las urnas el 14-M de 2004, Rodríguez Zapatero se apresuró a formalizar una de las principales promesas formuladas en campaña electoral: la retirada de nuestras tropas desplegadas en Irak. El jefe del Ejecutivo no hubiera podido, aunque hubiese querido, hacer otra cosa, a menos que se hubiese resignado a perder de un plumazo toda su credibilidad política y personal. Y aquel gesto, deseado y aplaudido vehementemente por un porcentaje altísimo de ciudadanos, marcó irremediablemente la proyección exterior de España durante la legislatura.

Hoy, sin embargo, cuando el desprestigiado Bush está agotando patéticamente su mandato, aquella decisión trascendental está plenamente superada en todos los sentidos. La magnífica relación cooperativa que han mostrado en público Rodríguez Zapatero y Clinton, el último presidente demócrata de los Estados Unidos, demuestra que Madrid y Washington están en condiciones de recuperar en breve la relación especial y simétrica que habían establecido hasta que Aznar descentró aquel vínculo, que lógicamente ha de quedar equilibrado y matizado con los demás elementos importantes de nuestra proyección exterior: la vital pertenencia europea y los vectores que nos ligan al Magreb y a Iberoamérica.

Lamentablemente, la legislatura que concluye dentro de tres meses ha sido tan ruidosa y desabrida, tan cargada de dramáticas disputas entre las formaciones políticas, tan escasamente propensa al diálogo político y a la obtención de lugares comunes que no ha habido posibilidad de suscitar siquiera el menor acercamiento PP-PSOE en esta materia, de la que dependen la visibilidad y el papel del Estado en el exterior. La escenificación energuménica, pueril, falta de todo rigor intelectual, del miércoles pasado corrobora este diagnóstico compungido.

España tiene, en fin, que recuperar plenamente el equilibrio estabilizado entre el protagonismo europeo que le corresponde y la relación trasatlántica, que todavía no se ha normalizado. Asimismo, en el Magreb ha de afrontar un complicado rompecabezas cuya solución le permita mantener buenas relaciones con Marruecos y con Argelia al mismo tiempo, gestionando lo mejor posible la cuestión saharaui y la reivindicación de las plazas africanas.

Obviamente, el poliedro exterior tiene muchos más frentes y una complejidad que no es abarcable en estas escuetas líneas, pero quedan trazadas más arriba las grandes líneas de análisis y de actuación. No parece haber duda de que sería disparatado plantear una diplomacia de derechas y otra de izquierdas, que hubieran de turnarse a cada alternancia. Por lo que urge avanzar, más tácita que explícitamente y con la discreción que se considere necesaria, en la búsqueda de lugares comunes, o, cuando menos, en la decisión de llevar este debate a habitaciones más discretas del edificio estatal. El interés de Estado, que a veces es una coartada y a veces un pretexto, adquiere toda su entidad cuando el concepto se maneja en el ámbito de las relaciones internacionales.