EL COMENTARIO

¿Qué hacer con Venezuela?

Tiene escaso sentido abonar la polémica sobre si el Rey estuvo o no acertado en su abrupta irrupción frente a Chávez en la sesión de clausura de la cumbre de Santiago de Chile. La ambivalencia del gesto es notoria, y resulta inútil pretender la unanimidad en el juicio: es plausible que el Rey explayase su humanidad frente a un histrión provocador, pero también es cierto que un resabiado y experimentado profesional de la política como es el monarca debió quizá no haberse dejado arrastrar por la demagogia de su antagonista, consciente de que, como Chávez se ha cuidado de resaltar, no era sólo don Juan Carlos de Borbón quien lanzaba el exabrupto sino el representante de quinientos años de una tormentosa relación de mestizaje.

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Hoy, la situación es la que es, y aunque el desencadenante haya sido el incidente regio, las claves del problema han de buscarse en el populismo autoritario del regidor venezolano. Chávez, abiertamente ligado a la escuela 'democrática' del castrismo cubano, llegó al poder a través de las urnas pero no es ciertamente un demócrata aunque el brasileño Lula le atribuya tal condición por las innumerables veces que ha consultado al pueblo: la llamada democracia directa no siempre conduce a una verdadera democracia parlamentaria y representativa; hasta el caudillo Franco sometió a referéndum sus Leyes Fundamentales, y no por ello ostentó un poder menos ilegítimo.

En suma, carece de sentido consumir energías en ponderar el papel del jefe del Estado español en el rifirrafe de la reunión de Chile. Lo cierto es que el lenguaraz y deslenguado Chávez, que ha encontrado en el conflicto interno un lenitivo a su conflicto interior está dispuesto aparentemente a mantener la escalada de tensión y a subir nuevos peldaños en ella mediante represalias contra las empresas españolas y quién sabe si también contra los aproximadamente 300.000 ciudadanos españoles allí afincados. En esta tesitura, y dado el carácter 'familiar' del desencuentro (pese a la estridencia de la ruptura, ésta ha tenido lugar en un ámbito de grandes afinidades internas), lo lógico por parte española es tratar de mitigar el ruido del desentendimiento y de procurar un retorno a la normalidad, con el auxilio de todos los mediadores que puedan actuar en este caso, y que son varios. Bien entendido que este difícil crucero tiene también sus límites: si Chávez no está dispuesto a ceder en su ímpetu descalificatorio y a recomponer la relación turbada, no habrá nada que hacer y España no tendrá más remedio que hacer valer sus intereses y argumentos.

Tras la recesión de 1993, España comenzó un proceso de inversiones en Latinoamérica que la llevó a sobrepasar a EE UU en 1999. Hasta 2005, la inversión española en la región alcanzó los 150.000 millones de euros, de los que sólo el 2,7% fueron a Venezuela. En este país, el capital español ha invertido 1.700 millones desde la llegada de Chávez en 1999. Sería muy triste tener que desinvertir en este país pero es patente que las grandes empresas afectadas sobrevivirían fácilmente al contratiempo.

No tiene sentido adelantar el escenario de una confrontación comercial entre Venezuela y España, pero sí debería sopesar Venezuela la trascendencia política del único asidero con Occidente que le queda, y que es precisamente el español. Rotos los puentes con los Estados Unidos (puentes que no se restituirán aunque los demócratas ganen las próximas elecciones americanas) y limitada su relación latinoamericana a los pocos líderes radicales que lo secundan, parece evidente que la relación de Caracas con la Unión Europea pasa por Madrid. Y si Madrid es hostil, Chávez tendrá que recluirse en el gueto caribeño de sus conmilitones revolucionarios. El petróleo no lo es todo, obviamente, y en modo alguno constituye un antídoto contra el aislamiento internacional.

Al Gobierno español le corresponde administrar los tiempos. Puede entenderse que el principal partido de la oposición le anime a dar una respuesta airada cuanto antes, pero es el Ejecutivo el que tiene la obligación institucional de la prudencia, en beneficio de nuestros intereses de allá