Editorial

Autonomía parlamentaria

La renuncia del presidente del Congreso, el socialista Manuel Marín, a proseguir con su carrera política ha de ser asumida como la legítima decisión de un destacado representante de la generación que reinstauró la democracia en España e impulsó su incorporación al proyecto europeo. La cortesía con la que los grupos parlamentarios, salvo algún reproche extemporáneo, alabaron ayer la labor llevada a cabo por Marín a lo largo de su dilatada trayectoria institucional constituye un justo gesto de reconocimiento. Pero este postrero elogio no evapora la responsabilidad de los partidos en el desarrollo de una legislatura muy crispada en la Cámara Baja, que ha puesto a prueba el compromiso de independencia reivindicado por su presidente. Una responsabilidad que compete de manera singular a su propia formación, cuyos intentos de hacer prevalecer sus intereses en la dirección del Legislativo han desembocado en desencuentros públicos con su correligionario. La filtración en verano de la apuesta electoral por el ex ministro Bono para encabezar el Congreso no sólo supuso un desaire para Marín. También evidenció una censurable omisión del respeto que deben los partidos a un cargo institucional que ha de concitar el mayor consenso posible.

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La función central del parlamento en las democracias representativas no puede mantenerse inmutable ante los cambios sociales y la complejidad creciente de la gestión pública. En las sociedades europeas, la paulatina asunción de atribuciones por el poder ejecutivo en detrimento del legislativo no ha sido contestada especialmente por la ciudadanía. Pero es indudable que la búsqueda de la máxima eficacia ha contribuido al relativo debilitamiento de las facultades de control e iniciativa de las cámaras. En este sentido, el sometimiento de sus órganos de gobierno al dictado del Ejecutivo de turno constituye la consecuencia extrema que más erosiona la autonomía parlamentaria y sus efectos democráticos.

Que no son otros que incrementar la capacidad de control tasado de la actuación del gobierno, propiciar la tramitación ordenada y racional en el tiempo de las propuestas legislativas y convertir los parlamentos en cauces vivos de iniciativas que ayuden a garantizar una realización más plena y participativa de la democracia. Porque si censurable resulta que el Ejecutivo se exceda en su presión sobre los órganos de gobierno del Legislativo más allá de la expresión de su parecer, es imprescindible que quienes gobiernen la Cámara sean consecuentes con su función institucional y se comprometan a preservar la autonomía parlamentaria. Una autonomía que requiere que, en caso de duda y siempre de acuerdo con el reglamento, el presidente convierta su papel de arbitraje en tutela efectiva de las demandas de las minorías y en garantía del cumplimiento riguroso de la función de control al gobierno.