TAQUISTA CIVIL. El autor del reportaje se dispone a probar la aventura de montar en un viejo T-55. / LA VOZ
MUNDO

Paseos en tanque

La imaginación no tiene complejos y la fe, como recuerda la Biblia, es capaz de mover montañas. En el caso de los hermanos Axel y Jörg Heyse, dos ex oficiales del ejército de la desaparecida Alemania comunista (NVA), fue el raro estado de ánimo de la nostalgia y una botella de vino tinto de Rioja lo que obró el milagro de convertirles en dos exitosos empresarios.

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Hace 20 años, los hermanos vestían el uniforme del NVA y su única función en la vida era defender el paraíso de los trabajadores a bordo de sendos tanques T.-55 de fabricación soviética.

Después de la unificación del país y de la disolución del orgulloso ejército de la RDA, los hermanos se hundieron en la melancolía hasta que decidieron, durante una cena familiar, recuperar el pasado.

Fue entonces cuando nació la idea de comprar un tanque. Durante un viaje a Praga, los hermanos Heyse descubrieron en un patio de chatarra el esqueleto de un viejo T-55, que esperaba su turno para alimentar un alto horno. Fue un amor a primera vista y el comienzo de una relación que convirtió a los dos ex oficiales del NVA en los orgullosos propietarios de una escuela de tanques, que deleita a miles de turistas.

No es una broma. La escuela de tanques de los hermanos Heyse es una próspera firma que da trabajo a doce personas, cuenta con siete tanques T-55 y seis tanquetas blindadas y recibió el año pasado la friolera de 28.000 visitantes, un pequeño ejército de turistas que llegaron de todos los rincones de Alemania y de varios países europeos movidos por los más inexplicables sentimientos de la psique humana, para poder conducir un viejo T-55.

El precio de la aventura: 128 euros por media hora.

«Tenemos una lista de espera de dos meses», me dijo Axel Heyse, cuando lo visité, el sábado antepasado, en su famosa escuela, ubicada en Beerfelde, un pequeño pueblo ubicado a unos 50 kilómetros al este de Berlín. En medio del rugido de sus tanques, Heyse me contó su breve historia.

Trabas burocráticas

Después de una lucha de varios meses con las autoridades alemanas, los hermanos obtuvieron un permiso para importar el viejo tanque a Beerfelde. Con una paciencia de artesanos y contagiados por una fiebre de pioneros los hermanos lograron reparar el vehículo, lo adaptaron a las necesidades civiles y, un buen día, el alcalde del pueblo les pidió que alegraran la fiesta de la cosecha con el viejo tanque.

«La atracción de la fiesta fue el tanque y así se inició la aventura», me dijo Axel Heyse. «Co-menzamos a recibir cientos de llamadas telefónicas de gente que quería subirse al tanque y dar un paseo por el campo. También había gente que preguntaba si era posible conducir el tanque».

La escuela abrió sus puertas hace cuatro años en un terreno de 8,5 hectáreas, rodeado de árboles y alejado de la civilización. El éxito fue inmediato y ahora, gracias a los hermanos Heyse, el pequeño pueblo de Beerfelde se ha convertido en el punto final de una inédita romería de civiles que viajan hasta la localidad para subirse a las moles de acero y vivir en carne propia la extraña sensación de conducir un tanque. «Vienen de todas partes», cuenta Axel Heyse.

«No hace mucho llegó un americano que nos sorprendió por su habilidad para conducir el tanque. Cuando se despidió nos dijo que era coronel del ejército y que se moría de ganas de conocer por dentro, a los tanques que combatió durante la primera guerra del Golfo».

Criticados

En más de una ocasión, los hermanos han sido acusados de querer revivir la fiebre bélica que enfrentó a las dos Alemanias y la escuela fue tachada como un barato pasatiempo militar para los nostálgicos de épocas pasadas. «Todo es mentira», replica Axel Heyse. «La escuela es una empresa que nos permite vivir y, además, es un negocio que hace feliz a la gente que nos visita».

De hecho, el ambiente que se respira en la escuela de tanques no tiene nada que ver con la meticulosa preparación de un combate o el asalto a una trinchera enemiga.

El terreno por donde transitan los T-55 se parece a un gigantesco parque de diversiones para niños y los futuros conductores se dejan fotografiar por sus familiares o amigos antes durante y después de la aventura.

¿En que otro lugar del mundo se puede disfrutar del secreto placer de conducir un vehículo de 35 toneladas de peso, mover sus palancas que lo hacen girar hacia la derecha o izquierda y pisar el duro pedal del acelerador para alcanzar un velocidad de 50 kilómetros por hora, sin ser molestado por la policía?

¿Qué siente un civil cuando desciende por la escotilla de un tanque, se acomoda en una butaca y queda aislado del mundo cuando el instructor cierra la escotilla y comienza a dar instrucciones a través de un micrófono que llega a los auriculares de una gorra militar. «Uno se siente dueño del mundo», me dijo Helger Rohleder, un abogado de 38 años que viajo 600 kilómetros para poder hacer realidad el sueño de toda su vida. «Fue un regalo de cumpleaños de mi esposa». «Conducir un tanque es como un virus. Hace mucho ruido, es pesado e incómodo. Pero uno siente la fuerza pura».

Experiencia propia

Cuando me deslicé por el agujero de la escotilla y quedé enfrentado al tablero de mando, los pedales del tanque y la palanca de cinco marchas, sentí un raro cosquilleo en la espalda. Fue entonces cuando me di cuenta que los tanques no tienen ventanas y que el mundo exterior se contempla a través de unas minúsculas rejillas de vidrio.

Después de tres intentos logré pisar a fondo la palanca del embrague, conecté la segunda marcha, pisé lentamente el acelerador y el tanque se puso lentamente en movimiento.

Con la ayuda de Axel Heyse, conduje el tanque durante largos cinco minutos. No pasé de tercera y pude hacer girar hacia derecha e izquierda, pero, admito, no me sentí dueño del mundo. Más bien me invadió una rara sensación de claustrofobia.