TRIBUNA

Fracaso y ¿remedio? del Consejo General del Poder Judicial

El CGPJ elegido en 2001 acaba de cumplir un año de retraso en su renovación, pero superó hace tiempo la marca de desprestigio institucional que había dejado -muy alta- el de 1991. El Consejo ha logrado una rara unanimidad en su valoración negativa. Debía haber servido para «apartar al gobierno de algunas de las funciones que tradicionalmente le han servido para tratar de influir sobre los jueces», pero, como los consejos del Antiguo Régimen, ejerce las suyas de manera opaca, ineficaz y sin que quepa exigirle responsabilidad. Lejos de reforzar la independencia de jueces y tribunales, el Consejo alimenta la percepción pública de que el sistema jurisdiccional está politizado y ha contribuido a desmoralizar a los propios jueces. Y su mal es contagioso: se lo ha inoculado al Tribunal Constitucional.

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Su fracaso interno arranca de la designación de sus integrantes, por cuotas proporcionales a los grupos parlamentarios que se deciden en una negociación oscura, a menudo con retraso y mezclando el CGPJ con otros órganos. La clave para ser designado es haber despertado el interés de un grupo parlamentario, normalmente desde la dirección de una de las asociaciones. Sus veinte miembros eligen al presidente en su sesión constitutiva, pero se publica siempre antes quién va a ser, por lo que más que elegir, los recién electos parecen seguir dócilmente la indicación, o la condición, de votarle. Los vocales actúan luego dentro de bloques, de cuyo criterio rara vez se separan en debates, informes y nombramientos de los cargos judiciales relevantes. Unos nombramientos que responden también a cuotas -políticas en los principales y de un amigable do ut des en los más-; que se gestan en negociaciones secretas entre los dirigentes de cada bloque; y que se formalizan en decisiones sin motivación alguna, aunque debates y votaciones se filtran casi siempre a los medios.

En los conflictos internos del sistema judicial, el Consejo suele actuar con razonable eficacia, aunque con prisa proporcional al interés que muestren los medios en cada episodio concreto de desorganización, incompetencia o corrupción. En los que afectan a la independencia - en procesos sobre legislación controvertida, corrupción o abuso de poder de altos cargos, la policía o los servicios secretos, financiación irregular de partidos - sus intervenciones son casi siempre tardías, rituales e inanes, cuando no para respaldar al poder que presionaba al juez o tribunal. El Consejo tiene poco crédito entre sus teóricos protegidos, por el mal ejemplo que ofrece su funcionamiento interno y porque suele dejar el campo abierto a quienes debía contener. Pero, como es común en la biología de las organizaciones, busca nuevos terrenos y actividades que le permitan sobrevivir, crecer y multiplicarse: así, propaga su modelo en países que buscan robustecer sus sistemas democráticos y a los que hace flaco favor. Paralelamente, gobiernos y partidos de oposición denuncian que sus integrantes actúan con sesgo partidista y hacen de él un instrumento o un teatro secundario en la pugna política general. La cosa va de mal en peor: la actividad política general de los miembros más vistosos del actual ha sido constante y cruda, como lo han sido sus polémicas internas, coloreadas por un lenguaje no pocas veces ofensivo.

¿Tiene remedio el Consejo? No uno fácil, porque su desventura tiene raíces profundas en la pobre calidad de nuestra cultura política, con su escasa experiencia de independencia respecto a un poder poco liberal. Con dignas excepciones, cada nueva hornada de consejeros cae (o concurre pasivamente) en la tentación del patrocinio, de hacer política sin las exigencias de eficacia y responsabilidad de la real, y sin sus riesgos. Y cuando se acerca el final del mandato procura dejarse ver, por si puede emprender una carrera institucional o política como la de tantos de sus predecesores, desde la experiencia de que seguir dócilmente a los partidos de referencia, o anticiparse a sus deseos, puede traer nuevos y deliciosos frutos del ubérrimo sistema de cuotas. Sin duda, los portavoces parlamentarios y sus asesores en materia de justicia son muy responsables de este devenir, por su interés en decidir quién dispondrá de los recursos políticos del Consejo y sobre la configuración de los órganos jurisdiccionales que habrán de juzgar causas que puedan afectarles. Pero no son los únicos: no tienen menos culpa los vocales que, consejo tras consejo, se conducen con tan escaso compromiso con la función del órgano y su obligación de dedicarse a ella con independencia y lealtad.

Cerrar el CGPJ no es la solución, pero tampoco lo es cerrar los ojos, ni evadirse de esta realidad murmurando sobre la falta de lealtad constitucional de los responsables. Tampoco cabe, aunque es tentador , volver a un sistema ministerial -pese a la experiencia diaria de que la Administración general del Estado selecciona funcionarios y gestiona más adecuada, discreta y eficientemente sectores de comparable dificultad (la inspección tributaria, los nombramientos militares)-, porque el desacuerdo entre los partidos impediría las reformas precisas.

Quizá haya un remedio: una combinación de pequeñas reformas, que lleven al CGPJ técnicas de transparencia, control y motivación comunes en sectores administrativos más humildes, y de acierto en la designación de los siguientes consejeros. Lanzar chorros de luz sobre lo que pasa en el órgano y tener la suerte de que entre los integrantes del próximo haya algunos - bastan pocos - con personalidad suficiente para iniciar un cambio, sencillamente, conduciéndose de otro modo: usando bien su independencia, con lealtad al cargo y conscientes de que la legalidad tomada en serio debería constituir su horizonte obvio.