Pasar el rato

Vanidad de vanidades

Casi todo lo hacemos por vanidad, también los que no hemos hecho en la vida nada que merezca la pena

Pablo Iglesias, durante una conferencia Guillermo Navarro
José Javier Amorós

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Un hombre o una mujer han escrito un libro , incluso bueno, han pintado un cuadro, han compuesto una canción o la han cantado, han dirigido una película. Y sólo por eso consideran que nosotros, que no hemos creado nada y podemos prescindir sin dificultad de sus brillantes biografías , debemos estar informados de qué toman para desayunar, a qué partido político votan y qué sexo se ponen para dormir.

Después insistirán en que lo suyo es amor al arte y al pensamiento, que ni el dinero ni la fama llaman su atención. Pero casi todo lo hacemos por vanidad, también los que no hemos hecho en la vida nada que merezca la pena. La pena de vivir. Es muy probable que la vanidad no sea mala en sí misma, de puro común, ni tenga efectos perjudiciales para la convivencia.

Se trata de una mera gilipollez, el desaguadero de la mediocridad , como hinchar el currículum vitae para optar a un puesto de trabajo. Si tienen alguna inteligencia, el empleador de vendedores y el promotor de artistas saben que están ante un exceso del lenguaje , y no le dan importancia. Una vez descontado lo superfluo, queda lo bueno que hay en todos, en unos más que en otros.

Y con eso venimos tirando desde el Paleolítico, y hemos ido llenando España de reponedores de supermercado y de catedráticos de Universidad . Conviene no jerarquizar demasiado los oficios y las ocupaciones, para no introducir confusión en los sentimientos. El gran Montaigne , que no dependía del reconocimiento ajeno porque tenía suficiente con el propio, escribió en uno de sus ensayos que «la gente de menos desdeñable condición me parece la que por su sencillez ocupa el último puesto. Creo que con ella podemos tener un trato más ordenado».

Escribir una novela o pronunciar una conferencia son actividades socialmente menos comprometidas que preparar o servir una comida. Un libro se puede no leer y a una conferencia se puede no asistir. Y se quedan los pájaros cantando. Pero tomarse una copa de fino o comerse unas croquetas -como en la boda de Genoveva y mi querido Fernando Anaya Martín, bajo la sonrisa protectora de mis inolvidados Mary y Paco, que conmigo van, mi corazón los lleva-, eso son palabras mayores de la vida en la tierra, y no es fácil sustraerse a las exigencias que la naturaleza ha creado para nuestro bien.

La naturaleza no nos incita a leer la tesis doctoral de Pedro Sánchez ni a escuchar un monólogo de Pablo Iglesias . Pero la naturaleza no nos permite prescindir de las croquetas y del vino, «después del cual nacen las palabras», por eso bebe whisky Macallan el pensador de Podemos, en vez de leer a Kant, para aumentar su vocabulario.

Y nos ha dotado de variados mecanismos en el cuerpo y en el alma para gozar con la administración de esas suculencias. No sabe uno por qué ha escrito este artículo. Tampoco sabe por qué escribió todos los anteriores. Llega el lunes, y advierte que está gustosamente comprometido a escribir para el martes sobre lo que sea, mojando la pluma en esta Córdoba del alma. Uno se pone, y siempre sale algo. En eso consiste escribir. En asombrarse de haber sido capaz de terminar el artículo .

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