Antonio García Barbeito - LA TRIBU

Manolo Cortés

Se nos ha ido un torero enorme, artista, poderoso y sabio. Y se ha ido pobre

Antonio García Barbeito
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Con diecinueve años ya tenía el toreo en la cabeza, en el corazón y en las manos. Estuvo menos tiempo de novillero que toreando vacas y becerras haciendo la luna en la marisma. Un empaque como el suyo, con aquel aire gitano sin serlo, lo dejaba esculpido en torería cada vez que pisaba la calle. En aquel muchacho había torero por todas partes. Acababa de tomar la alternativa y parecía que llevaba en las manos cuatro o cinco temporadas. Cuando con veinte años llegó a Sevilla y se metió en un paseíllo entre un Antonio Ordóñez que demostraba cuando quería «la madurez insigne de su conocimiento» y de un Paco Camino que mandaba con la zurda y remataba con la espada hasta los mismos gavilanes, no sé cuánta gente daba un duro por aquel muchacho espigado, moreno, sonriente y descarado en el que iba agigantándose el gran maestro que empezaba a ser, arte, poder, conocimiento, inspiración, técnica, suavidad, temple, distancia, pero lo cierto es que fue Manolo el que abrió la Puerta del Príncipe y quien se trajo para Gines el nombre del triunfador de la Feria.

Gines era un tendido de la Maestranza lleno de pañuelos, un enloquecido Paseo de Colón, una mañana de salida de las carretas. Allí, en Manolo, había un torero caro. Y tenía veinte años.

Los manriqueños, en una de sus siempre acertadas frases, dicen: «¡Po no es menesté na pa sé artista…!» Manolo hubiese necesitado una mano que, después de cada corrida, tirara de él y que se lo hubiese llevado lejos; y alguien de mucha confianza que se hubiese hecho cargo de los dineros que ganaba; y alguien que le dijera por aquí y por allí, y encláustrate, aprende, no te confíes, insiste mañana en el triunfo que tuviste ayer, no te creas que todo está hecho, ganado… Un corazón como una marisma, pero, en asuntos de administración y de lucidez más allá de los toros, un desastre. Generoso como él solo, Manolo fue un manirroto que pagó caro su desmadre. Fue torero para haber tenido diez cortijos, tres en cada mano y cuatro en la cabeza, pero Manolo era Manolo, y daba lo que le pedían y sólo pensaba en torear, soñar faenas o repetir la que había hecho, y aquella frase suya que lo perdió: «Esto lo arreglo yo con quince muletazos…» No. El mundo de los toros, como todos los mundos, es complicado, y fuera de la plaza hay que tener tantas cualidades como dentro. Y Manolo no era así. Se nos ha ido un torero enorme, artista, poderoso y sabio. Y se ha ido pobre. Una pena. En Gines tenemos que levantar, además de la calle que ya tiene, el nombre de Manolo Cortés. Lo pide el bronce que ya lo espera. Descansa en paz, querido Manolo, maestro.

antoniogbarbeito@gmail.com

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