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#Barberyshop

Cada vez que salgo a caminar por el centro me topo con una nueva barbery shop

La irrupción de las barbery shop en los últimos años ha sido enorme REUTERS
Daniel Ruiz

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Uno de los momentos más críticos de mi vida reciente fue cuando mi peluquero decidió jubilarse. Durante semanas, deambulé por innumerables peluquerías, deprimido ante la implacable evidencia de que ya no existían como tales. En su lugar habían proliferado, y de qué modo, extraños establecimientos, a medio camino entre las boutiques y las discotecas, regentadas por individuos de frondosa barba que se autoproclamaban artistas.

Cada vez que salgo a caminar por el centro me topo con una nueva barbery shop. Todas comparten el ansia de vender una autenticidad impostada, de cartón piedra. Me ocurre igual con los bares: siento un inevitable reflujo de asco cada vez que huelo a madera nueva al entrar en cualquiera de los establecimientos que se postulan como abacerías «de toda la vida».

Comprar calzoncillos hoy me produce un estrés inenarrable. Veo todas esas cadenas de ropa íntima, con sus sofisticados ambientes chillout, y siento como si los maniquíes masculinos fueran seguratas de una fiesta a la que no estoy invitado. Todo me resulta de una violenta artificiosidad.

El otro día, después de un aturdido paseo por la Encarnación, ese espacio tan cool bautizado como el Soho sevillano, acabé en Pérez Cuadrado. Casi lloro de emoción al contemplar el tendedero de fajas de color encarnado atravesado en la pared; pude imaginar lo que debió sentir Stendhal al visitar Florencia. Hay más verdad tras el mostrador de Pérez Cuadrado, pensé, que en cualquier guía turística de Sevilla.

La sensación, todo el tiempo, es de estafa. Como si nos estuvieran saqueando la cuenta corriente de la sensibilidad. Un proceso de embrutecimiento tan invisible como rotundo. Es comprensible, al fin y al cabo, que haya tantas nuevas peluquerías: hay mucho pelo que tomar.

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