David Gistau

El velódromo

Lo que ha dicho Le Pen rescata la noción gaullista, hipócrita por necesidad, de que todos aquellos hombres no eran Francia

David Gistau
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Las declaraciones de Le Pen acerca de la redada del Velódromo y Drancy han sido malinterpretadas porque no son negacionistas ni glorifican la Shoah. Para entenderlas, hay que ubicarlas en un contexto muy francés, el que alude a la dificultad con la que ese país ha gestionado la idealización de la Resistencia, la omisión del Colaboracionismo y, en definitiva, la digestión de los acontecimientos derivados de la ocupación que, a partir de Vichy y del llamamiento de De Gaulle del 18 de junio, partió Francia en dos mitades que se disputaban la legitimidad oficialista. Son historias ya antiguas, la verdad, menos vigentes y dolorosas allí que nuestros propios traumas originados en la Guerra Civil y el revisionismo constante de ésta.

De hecho, la reflexión de Le Pen, aunque regresiva y deshonesta, es típicamente gaullista. Al menos, característica del gaullismo fundacional, cuando el general, obligado por la tarea de construir una república nueva sobre los escombros, los resentimientos y las derrotas de la anterior, exageró la narrativa del buen francés resistente y atribuyó a su pueblo una pureza moral necesaria para potenciar el orgullo de pertenencia. Llegó a inventarse la victoria de las armas francesas, barridas en el 40. Y tuvo que aceptar que la conducta colaboracionista, proporcional como mínimo a la resistente, se escamoteara en un relato histórico pensado para ahorrarle mortificaciones a la nueva Francia emergente que aún tendría que pasar por las penalidades de la descolonización en Indochina y Argelia, instigadoras de intentos de "putsch" como el del 1er REP legionario en Argel –disuelto por ello– y de acciones terroristas como las de la OAS.

En la primera hora de la Liberación, sí hubo tonsuras y fusilamientos. Como el de Laval, máximo exponente de la inmundicia colaboracionista que además profesaba una aversión al liberalismo y al cosmopolitismo que ha vuelto como pulsión de los reaccionarios contemporáneos. O el de Drieu La Rochelle, representante de los intelectuales colaboracionistas, algunos verdaderamente talentosos, que se apoderaron del café Flore y a los que Modiano, en una de las piezas de su "Trilogía de la Ocupación", retrata como una banda jaranera y entregada al hedonismo terminal cuando comprende que el Reich va a caer: por esas páginas pasan también personajes inspirados en los criminales que constituyeron la Gestapo francesa de la calle Lauriston.

Lo que ha dicho Le Pen rescata la noción gaullista, hipócrita por necesidad, de que todos aquellos hombres no eran Francia. Francia, la verdadera, estaba en Londres, en el maquis y en el norte de África. Francia lo eran los unos y los otros, obviamente, como más o menos había sido aceptado en los últimos años de introspección y sinceridad que convierten la reflexión de Le Pen en un anacronismo sin fundamento histórico ni justificación por la incertidumbre de los tiempos como cuando De Gaulle hizo que los franceses se engañaran a sí mismos para salir adelante sin mayores vergüenzas de ser.

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