Tomad Unión Europea

El europeísmo resulta especialmente corrosivo, por tratarse de una ideología vacía de toda idea moral

Juan Manuel de Prada

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Al papanatismo contemporáneo le gusta repetir que el engendro denominado Unión Europea constituye una defensa contra las veleidades independentistas. Para combatir una calamidad hay primero que establecer sus causas; y todo empeño por combatirla pretendiendo utilizar como remedios las causas conduce irremediablemente al fracaso. Dos han sido en España los factores principales del ascenso del independentismo: el primero, el régimen territorial consagrado en la Constitución, ese nefasto autonomismo que, como nos advirtiera Vázquez de Mella hace un siglo, lejos de servir de contrapeso al odioso centralismo, ha perpetrado «una siembra de centralismos en todo análogos a aquél de que se partió» (y tal siembra brindará frutos aún más pútridos con el federalismo que ahora quieren colarnos de matute); el segundo, el europeísmo, que nos ha convertido en una colonia controlada por burócratas extranjeros y sometida a los hórridos dictados del dinero apátrida. La única razón por la que la Unión Europea no apoya abiertamente la independencia de Cataluña es porque en este momento tal independencia no interesa al dinero apátrida; pero si mañana el dinero apátrida necesitase de la independencia de Cataluña para realizar más cómodamente sus enjuagues y escamoteos, la Unión Europea la apoyaría a rabiar.

El europeísmo resulta especialmente corrosivo, por tratarse de una ideología vacía de toda idea moral , que suple con la adoración maniática de los clichés ilustrados. Tales clichés nos aturden con sus palabras huecas, pero no generan ningún sentido de pertenencia común; y, a cambio, actúan como un poderoso disolvente sobre el patriotismo, que se nutre del amor a las realidades concretas de la vida, al que suplantan por la adhesión idolátrica a una farfolla de entelequias. Como bien sabemos, nadie entrega su sangre (ni siquiera su sudor, ni siquiera sus lágrimas) por entelequias; pero, mientras las entelequias nos aturden, el europeísmo puede dedicarse a satisfacer los intereses del dinero apátrida, a la vez que arroja a las masas cretinizadas el huesecillo de la «ciudadanía europea», que es al patriotismo lo mismo que las muñecas hinchables a las mujeres de carne y hueso: una sublimación patética para gente aniquilada espiritualmente que se ha quedado sin vínculos auténticos y sin sangre en las venas.

Los efectos destructivos del europeísmo alcanzan su apoteosis en el culebrón chusco del prófugo Puigdemont , que se ha instalado en la capital de la Unión Europea para propagar más cómodamente sus tesis y hacer campaña política internacional. Puigdemont, que habla un francés de perlas, ha podido leer a Baudelaire, quien escribió que «Bélgica es un palo mierdoso» (bâton merdeux) que nadie se atreve a tocar, «de donde nace su inviolabilidad»; y también que, aun resultando muy difícil asignar al belga un lugar en la escala de los seres vivos, «se puede afirmar sin embargo que debe ser clasificado entre el mico y el molusco». Y, tras leer a Baudelaire, Puigdemont entendió que debía refugiarse en Bruselas, palo mayor de la mierda europeísta, donde al instante se volvería inviolable, protegido por jueces de dudosa clasificación zoológica. Una tierra que fue la tumba de don Juan de Austria, el más gallardo patriota español, bien podía ser el refugio inviolable de un independentista prófugo.

Puigdemont, en fin, demuestra ser mucho más inteligente que los papanatas empeñados en afirmar contra toda evidencia que la Unión Europea constituye una defensa contra las veleidades independentistas. «Tomad Unión Europea, papanatas», parece decirnos, mientras nos hace la higa y esboza su irresistible sonrisa zangolotina.

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