Los grandes relatos

Todavía es posible creer en la verdad de los grandes relatos: narraciones cuyas tramas constituyen experiencias visionarias.

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¿Existe algún otro mundo aparte de nuestra realidad y de nuestras ficciones? Pensadores como Henry Corbin o Eugenio Trías creen que sí. Lo han denominado mundus imaginalis y espacio-luz, respectivamente. Aunque dejan claro, ambos, que no se trata de un espacio extensivo sino de una condición: la que yuxtapone lo real a lo ficticio.

Se trata de un orden de acontecimientos susceptibles de ser, luego, relatados en lenguaje simbólico: místico, poético o sapiencial. El hecho de que ese plano de la existencia no lo percibimos por los sentidos no debe ser razón para considerarlo irreal, es decir, imaginario. Pues real es todo aquello que, sea captado o no por los sentidos, ejerza influencia sobre los fenómenos empíricos. Es real todo aquello que propicia cambios y transformaciones en las cosas que sí percibimos.

Una ficción no es capaz de mantener interacciones con la realidad fáctica.

La diferencia entre el mundo imaginal y las fantasías imaginarias es, por tanto, que aquélla es verdadera, pues produce efectos reales sobre el sujeto que tenga alguna experiencia de ese tercer orden de acontecimientos. Es verdad que éstos son, al igual que la ficción, productos de la mente del sujeto, pero los efectos que acarrean para él se hallan fuera de su previsión, predicción, intención y control, por lo que, en rigor, son independientes de él (no en cuanto a su génesis, sino a sus efectos). Y es que el sujeto que logra acceder a este tercer dominio de la existencia queda modificado por tal vivencia.

En este tipo de experiencias, el sujeto se ve involucrado en una trama de sucesos (contados luego en narraciones visionarias) del mismo modo en que nos vemos envueltos en extraños acontecimiento cuando soñamos. Es verdad que, de igual modo en que lo soñado es producto de la mente, la experiencia de esos hechos relatados lo es también, pero la gran diferencia es que, aquí, lo creado (la visión o experiencia visionaria) interactúa con la realidad. ¿Cuáles son esas interacciones? Los cambios que se producen en los hábitos de pensamiento y acción del sujeto tras el padecimiento de una experiencia imaginal.

De ahí que la narración poetizada, mística o sapiencial de ello difiera de la simbología onírica, de las alegorías literarias o de los relatos metafóricos, pues en aquella lo experimentado tiene un impacto incuestionable sobre la realidad: ejerce efectos constatables en el sujeto.

De ahí que tanto Corbin como Trías insistan en que son sucesos racionales y con bases empíricas: el sujeto tiene, de modo similar a lo padecido en sueño, una experiencia directa pero, al ser producto de nuestra creación activa o imaginatio vera –como la denomina Corbin– posee realidad y se halla preñada de razón.

Es real porque deja una impronta perdurable en los hábitos de acción y pensamiento del sujeto. Y es racional por cuanto, en contraposición a los estados de alucinación, trastornos mentales o pérdidas del principio de realidad, no se queda, como la fantasía neurótica, incrustada en la mente sino que desaparece tras haber sido vivida, dejando tras de sí únicamente sus efectos: sus impactos en el ethos de la persona.

Aparentemente no hay diferencias fundamentales, ni de orden lingüístico ni literario, entre una narración imaginal y un relato literario ficticio. El único síntoma para distinguirlos resulta ser la presencia –en el caso de lo imaginal– de efectos de índole racional (por ser consistentes con la realidad exterior) que constatamos en el carácter del sujeto que narra esa experiencia como propia; algo que, en nuestra tradición, tiene su ejemplo arquetípico en la metanoia paulina.

Ambos tipos de fenómenos, ficción, sueño o alucinación, por un lado, y visión imaginal, por otro, son productos de la mente o de la subjetividad; pero mientras que la segunda tiene efectos reales (metamorfosis en las actitudes y creencias), que superan y desbordan al propio sujeto, los otros tres no provocan transformación alguna; a lo sumo pueden ser expresados en una narración. La sola imaginación no tiene la suficiente fuerza como para propiciar una modificación en los hábitos de pensamiento y conducta; pues sólo una fuerza externa, más potente que la resistencia al cambio que desprende todo hábito, puede vencer la inercia natural de nuestras costumbres actitudinales y nuestras creencias. Esa fuerza sólo puede nacer de experiencias límite y de las visualizaciones imaginales que éstas nos generan.

Así las cosas, aunque fuera verdadera la sentencia dimisionaria de Lyotard y los posmodernos acerca de que ya no son posibles los metarrelatos, hay que reivindicar alto y claro que todavía es posible creer en la verdad de los grandes relatos: narraciones cuyas tramas constituyen experiencias visionarias. Aportan –al decir de Trías– una irreductible plusvalía de sentido a nuestras vidas con respecto de lo real y de lo imaginario, por cuanto constituyen un tercer plano de la existencia, mucho más profundo y esencial: el que hace advenir mutaciones en nuestras creencias y hábitos.

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