Esta vez ya no

Todo tiene un límite, ¡hasta Bob Dylan!

Bob Dylan en concierto ABC
Luis Ventoso

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La película «The Searchers» (1956), aquí rebautizada palurdamente como « Centauros del desierto », es con permiso de «Liberty Valance» la mejor de John Ford , que ya es decir. Su célebre última escena solo puede filmarla un poeta, que es lo que era Ford tras su disfraz de bravucón irlandés (también mendaz, pues nació en Maine). La puerta de un hogar familiar en las inmensidades vacías del Oeste de Texas se cierra a espaldas de Ethan Edwards, un derrotado exsoldado confederado, al que solo puede dar cuerpo John Wayne. Ethan ya no encaja en aquella casa. Es un hombre desubicado tras años de búsqueda errabunda por las sendas tejanas. Nunca podrá reintegrarse en eso que mal llamamos «la vida normal». Debe irse. Ha de continuar su viaje perpetuo rumbo a ningún sitio, que no es más que su modo de huir de sí mismo.

Aunque se trata de un enigma andante, de cuando en vez Bob Dylan cuenta cosas. Una de las más curiosas es que asegura que el 5 de octubre de 1987, cuando tenía 46 años, vivió una epifanía sobrenatural. Cantaba para 30.000 personas en la piazza suiza de Locarno cuando se quedó en blanco, incapaz de cantar palabra. Asegura que entonces surcó su mente algo parecido a una jaculatoria: «Estoy decidido a aguantar, me libere Dios o no». Al instante sintió una fuerza inédita: «Me convertí en un nuevo intérprete que no había conocido durante 30 años de conciertos». Tras bajarse del escenario ordenó a su manager que le programase una gira interminable, el « Never Ending Tour », en el que sigue embarcado tres décadas después, con 76 años. ¿Qué busca Dylan en la carretera? Probablemente lo mismo que el vaquero Ethan Edwards: no tener que volver a casa.

Me encanta esa historia mística de Dylan, como todo su personaje. También sus canciones y letras, su mirada oblicua, su osadía de intentar algo nuevo cuando ya lo tenía todo, la alquimia de cercanía y extrañeza que se solapan en sus obras maestras, concluidas hace 21 años con su testamento, « Time out of mind ». Ahora Dylan vuelve a España. Anoche tocó en Salamanca y se encerrará tres noches en el Auditorio Nacional y dos en el Liceo de Barcelona. A lo largo de los años he ido a verlo varias veces, la última no hace mucho en el Royal Albert Hall. Pero esta vez ya no. He decidido decirme la verdad: si aparco el fetichismo de fan, nada hay en esa leyenda de garganta de lija que concuerde con lo que a mí me gusta de Bob Dylan. Sus versiones de los «standards» de los crooners me aburren y no me interesan (para eso ya hay otro abuelo mejor, Tony Bennett). Sus recreaciones de sus maravillas personales carecen del nervio acerado que las hacía grandes. Sus nuevas composiciones son solo correctas.

Entiendo la opción vital del «gitano» errante, como él denominó a Elvis en el imaginario encuentro entre ambos que canta en una excelente canción. Pero cuando no puedes hacer honor a tu legado estás mejor en casa en pantuflas, leyendo un libro o jugando con tus nietos. Así que, arrivederchi, Bob. La magia pervive en las grabaciones, y con ellas continuaremos.

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