Unos jóvenes en el gimnasio; a la izquierda Petr Petrov
Unos jóvenes en el gimnasio; a la izquierda Petr Petrov - FOTOS: MAYA BALANYA

Los cien hijos de Manolo del Río

A sus 83 años, el que fue entrenador de míticos boxeadores como Urtain o Carrasco sigue fiel al gimnasio del Rayo

Madrid Actualizado: Guardar
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En los bajos del estadio de Vallecas hay una puerta abierta de ocho de la mañana a diez de la noche. Ese es el tiempo que dedica a su pasión Manolo del Río, un hombre flaco, de pelo cano y ojos vivos que entrenó a Urtain y Pedro Carrasco en los años 60 y 70, cuando el boxeo llenaba plazas de toros y le quitaba portadas al Real Madrid. Manolo era el mejor entrenador de su generación, se retiró, y desde hace quince años es la ley en el gimnasio del Rayo, el lugar donde han sudado algunos de los mejores boxeadores del país.

El mito del púgil feo, fuerte e informal muere nada más entrar por la puerta, donde Manolo tiene fotografías con Pedro Carrasco en California, el lugar donde disputaron su segundo Mundial con Mando Ramos.

Justo encima está el cartel de una velada homenaje que le hicieron en el Palacio de los Deportes cuando un accidente de coche estuvo a punto de costarle la vida. Le dieron hasta la extremaunción y estuvo un año sin caminar. De aquel percance solo queda el póster y una leve cojera que le empuja a seguir abriendo el gimnasio día tras día.

«Me da la vida juntarme con la juventud. En casa me apoltrono», asegura. «Esto me ayuda mucho a moverme y estar en forma. Me gusta estar con los chavales, ellos me mantienen activo porque los hago trabajar a todos, aunque sean ciento y pico».

Entre sus alumnos hay de todo. Está Mario, de apenas 7 años, y aunque los guantes le llegan hasta el codo suelta manos como si le fuera la vida en ello. Tampoco le asusta el saco, que visto desde su perspectiva debe ser como un edificio de siete plantas. También está Amador, de 59 y subdirector de una sucursal bancaria, que ha encontrado en el boxeo algo que no le daban las carreras de larga distancia. «De las cosas que más me agradan es el compañerismo. Nos conocemos todos y todos nos saludamos, tanto niños como mayores».

En ese pensamiento coinciden varios de sus compañeros, porque pocas cosas unen más que el sufrimiento compartido. «A mí me viene muy bien por mi trabajo, porque el boxeo me aporta todo lo que antes echaba de menos: correr, sudar, estar feliz contigo mismo... Para mí es uno de los deportes más completos».

Fidelidad al maestro

Hace unos días, los coches de la calle del Payaso Fofó aparecieron con cuartillas en el parabrisas de un gimnasio que ofrecía clases de boxeo por 25 euros al mes. La cuota en el campo del Rayo vale más del doble, pero nadie se plantea cambiar. «Habrá otros gimnasios con mejores instalaciones, pero es que no tienen a Manolo. Él nos enseña una disciplina, no solo un deporte que te sirva para quemar», comenta Raquel, estudiante de Arquitectura de 22 años. «Creo que todos los que estamos aquí estamos por Manolo».

Poco antes de las seis de la tarde entra al gimnasio Petr Petrov que, aunque es ruso, llegó a Madrid hace más de quince años. Por su posición en el ranking, Petrov está a una pelea de disputar el Campeonato del Mundo de los ligeros. Lleva meses esperando a que le pongan fecha y rival, y eso le cansa. Está con la ansiedad del que entrena a ciegas, sin saber cuándo y en qué condiciones competirá. Pero así está montado este negocio.

Petrov comparte espacio con una veintena de clientes, todos amateur. Esa es también la magia del campo del Rayo, aunque si el ruso necesita un saco en concreto nadie más puede ocuparlo. Hay que respetar la jerarquía.

Durante los tres minutos que dura un asalto, el gimnasio es como un taller, todo son golpes y ruidos metálicos. Pero cuando llega el minuto de descanso no se oye ni una mosca. Lo que antes parecía una fragua ahora suena como un spa. Manolo los trata por igual a todos y tiene en la cabeza qué ejercicio debe hacer cada uno.

—Vamos, con energía.

—Que vengo de trabajar, Manolo.

—Y yo llevo aquí desde las ocho de la mañana.

Lo que dice Manolo no lo mueve nadie. Hay más boxeo en dos minutos de conversación con él que en 24 horas de documental con Floyd Mayweather Jr. Hay hasta quien lleva a su hijo de pocos meses al gimnasio para que se vaya haciendo al olor de la goma húmeda y pase un rato en brazos del «abuelo Manolo». Con mucho menos se han fundado religiones.

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