Sergi Doria - Spectator in Barcino

Otras guerras del taxi

En los años treinta, el intrusismo provocó una inflación de la oferta: cuatro mil vehículos para una ciudad que acababa de alcanzar el millón de habitantes

Sergi Doria
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Es difícil pasar por la acera derecha de la calle Aribau, entre la Diagonal y Travesera de Gracia, sin levantar la vista hacia la cúspide triangular de ese edificio de porte neoyorquino que identificamos con el Drugstore David. Me preguntaba el por qué del nombre del inmueble hasta que, leyendo un reportaje de Irene Polo en la revista «Imatges» (25 de junio de 1930), descubrí que tan atractiva edificación fue la sede de la compañía de taxis David, fundada por Josep M. Armanqué y la más importante en los años previos a la Exposición de 1929.

Desde 1924, y según el código aprobado por el ayuntamiento barcelonés, el coche dedicado al transporte urbano debía incorporar un taxímetro y establecer sus tarifas según las características del vehículo y el servicio: si tomábamos un lujoso Hispano Suiza con chófer uniformado, nos tocaba la tarifa azul: 80 céntimos por kilómetro; si el coche era de nivel medio, tarifa amarilla de 60 céntimos y si el vehículo era vulgar, tarifa roja de 40 céntimos.

Al inaugurarse la Exposición proliferaron los conductores que se compraban un automóvil de segunda mano para dedicarlo al servicio de taxi. Tal intrusismo -que no libre competencia como sucede ahora con Uber- provocó una inflación de la oferta: cuatro mil vehículos para una ciudad que acababa de alcanzar el millón de habitantes y recién estrenaba el metro; el millar de la compañía David frente los tres mil autónomos recién llegados. La guerra entre los «davids» -que mantenían el sistema de tarifas instaurado por el consistorio- y los «fortunas» y «barcelonas» -que ofrecían la carrera a una peseta- fue cruenta: «Por lo que pueda pasar, para volver a casa tomaré el tranvía», concluía Polo en su reportaje.

Aunque el ayuntamiento de 1930 -faltaban pocos meses para la proclamación de la República-, había unificado la tarifa en 60 céntimos por kilómetro, el caos del taxímetro perduró hasta 1934. En plena recesión económica, con la inflación desbocada, la compañía David estableció una línea de bajo coste que bautizó como Goliath, en consonancia con los tiempos de estrecheces que se avecinaban y para neutralizar el «dumping» que suponía el intrusismo profesional.

«Nihil novum sub sole», que diría el clásico. La Barcelona actual ha devenido en el paraíso de los intrusos. Utilizar el «bicing» es algo legal y bendecido por nuestro consistorio: pero las bicicletas siguen siendo «objetos circulantes no identificados», capaces de escabullirse -a diferencia de los coches y motos matriculados- de responsabilidad civil en caso de atropello. Los manteros ocupan día sí y día también la Rambla o la avenida María Cristina cuando los rebaños de turistas trashuman hacia las fuentes luminosas de Montjuïc; los intrusos que infestan las redes de noticias sin contrastar ajenos al más código deontológico y los tertulianos que opinan de todo, aunque no sepan nada sobre lo que opinan. Y, claro está, la falsaria «economía colaborativa» de Uber. Mensaje para navegantes neoliberales de manual: el intrusismo sin ley envenena la libre concurrencia.

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