ARTES&LETRAS CASTILLA-LA MANCHA: HACERSE EL VIVO

La gata Lula

Más de un capítulo y de un artículo escribí con ella enroscada en mi regazo, acompasando las palabras a su ronroneo

POR MARTÍN SOTELO

Se llamaba Lul a por el verdadero nombre de la protagonista de Desayuno en Tiffany’s . De pequeña tenía miedo de salir al patio; asustada por los ruidos de la calle, cada vez que la sacábamos reptaba como un gusano buscando con desesperación la forma de regresar al interior de la vivienda. Con el tiempo, se le pasó aquel temor y poco a poco fue aprendiendo a relajarse, a disfrutar de las primeras franjas de sol, de los pájaros posados en el cable de la luz y de la tapia por la que daba largos paseos y desde la que podía brincar a mi tejadillo. Cuando me sentaba bajo la pérgola a leer, la veía de inmediato a mi lado, estudiando mi cara para saber si podía saltar y tumbarse en mis piernas. También era la primera en salir a recibirme cada vez que llegaba a casa: bajaba el patio feliz y contenta, como un perro, el rabo en alto y cortándome el paso con revolcones ansiosos para que me agachara a tocarle la tripa.

Era tan cariñosa que a veces le daba por alargar su peluda mano de almohadillitas negruzcas y plantármela en la cara como una muestra irreprimible de afecto o una forma de llamar la atención. Y tan amable y educada que, cuando se la llamaba por su nombre, contestaba siempre con un maullido. Lo cual no significaba que no se pusiera seria cuando así lo creía necesario. Si, por ejemplo, dos gatos se ponían a reñir, con la consiguiente escandalera, ella se metía rápido en medio a poner paz y orden de una manera rápida y eficaz, a base de repartir a partes iguales zarpazos tan fulminantes como contundentes. En cinco segundos se les había acabado la tontería, cada macho huía escaldado a su rincón, sin ganas por un tiempo de volver a ponerse farruco con nadie. También era testaruda. Si se le metía algo en la cabeza, lo hacía . Sabía abrir las puertas brincando hasta el pomo y, una vez, en un mes muy frío de invierno, se llevó en la boca varios paños de cocina y los dejó alrededor de la caja donde amamantaba a sus hijitos, por si acaso, ya crecidos y revoltosos, se escapaban y tenían que dormir en el suelo.

Justo hoy se cumplen dos meses de su muerte . El día de Nochebuena, a eso de las ocho y media de la mañana, me despertó la llorera de mi madre. La gata Lula estaba medio muerta , se había hecho todo encima y apenas se tenía en pie. Ronroneaba al meterla en la caja donde al poco tiempo murió. No sabemos qué le pasaría, si durante la noche se le reventaría alguna víscera o tendría alguna hemorragia interna. El caso es que el día antes estaba bien, como de costumbre, estuve acariciándola y estampándole sonoros besos en la cabeza, y al día siguiente ya no estaba. Se murió como vivió, sin hacer ruido , sin dar guerra, ronroneando, siempre amable y buscando la caricia.

Y yo todavía sigo mirando a mi izquierda y apartando el visillo de mi ventana convencido de que voy a encontrarla al otro lado del cristal, en el alféizar, como cada tarde, mirándome pacientemente para que la deje entrar conmigo. Más de un capítulo y de un artículo escribí con ella enroscada en mi regazo, acompasando las palabras a su ronroneo y al movimiento rítmico de sus uñas clavadas en mis piernas.

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