Tarancón, fallecido en 1994, cuyos restos descansan en la Colegiata de San Isidro de Madrid
Tarancón, fallecido en 1994, cuyos restos descansan en la Colegiata de San Isidro de Madrid - ABC

«Ese obispo de España que escribe tanto...»

La figura de Tarancón va despojándose de tópicos políticos para mostrarse como lo que fue: un modernizador de la Iglesia

Madrid Actualizado: Guardar
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Los tópicos que cuelgan de algunos de los actores de la Transición se multiplican en el caso de Vicente Enrique y Tarancón (1907-1994), de cuyo nacimiento, en el municipio castellonense de Burriana, se cumplieron ayer 110 años. La tarea del cardenal durante los estertores del franquismo en la labor de distanciar a la Iglesia española del nacionalcatolicismo es hoy considerada una de las contribuciones más esenciales al triunfo del tránsito democrático en España. Ese será siempre su legado y quizá el único que hubiese deseado dejar.

Sin embargo, sus enfrentamientos con el sector más ultramontano del franquismo –aquel famoso «Tarancón al paredón» en el funeral de Carrero Blanco–, su compleja relación con el dictador –al que estuvo a punto de excomulgar en febrero de 1974– y hasta su propia condición de fumador empedernido –que lo asimila a Santiago Carrillo– son ya retazos biográficos que convierten su figura en poco menos que en un cliché político con sotana.

Sus «memorias», tituladas «Confesiones», son en cualquier caso un rotundo desmentido a la creencia de que la ideología fuera el motor de su tarea eclesial. Ante todo, Tarancón fue un vaticanista entusiasta de la reforma concilial impulsada por Pablo VI, que lo protegió de las fauces del sector ultrafranquista hasta su último día como Papa. En consecuencia –no se cansaba de decirlo–, el mandato de abrir la Iglesia en España le vino de Roma, con independencia de la airada reacción que en no pocos ámbitos institucionales –también en las esferas más integristas de la Iglesia– provocara esa determinada voluntad de cambio.

«El pan nuestro de cada día»

Sus encontronazos con las autoridades franquistas comenzaron pronto, en 1950, cuando Tarancón era el joven obispo de la pequeña diócesis leridana de Solsona. Una pastoral, de su puño y letra, abriría su querencia por plasmar sobre el papel aquello que tenía necesidad de expresar y que llevó a un socarrón Juan XXIII a definirlo como "ese obispo español que escribe tanto".

El texto denunciaba el lucro ilícito que obtenían los jerarcas del franquismo a través del estraperlo mientras una gran mayoría de españoles pasaba hambre; también ponía el foco sobre el revanchismo imperante en los duros años de posguerra. La carta causó un hondo malestar en el régimen, tanto como para que la carrera de Tarancón quedara «congelada» durante casi dos décadas: llegó a la diócesis con 38 años, en 1945, y en ella permaneció hasta 1964, cuando fue promovido a arzobispo de Oviedo.

A partir de entonces su trayectoria cogió vuelo: arzobispo de Toledo, hasta 1971, y de Madrid desde ese mismo año, y un año después fue elegido presidente de la Conferencia Episcopal. Desde el órgano de gobierno de la Iglesia española terminó de aplicar a esta la reforma del Concilio Vaticano II, trabajo que encontró más resistencia en ciertos elementos políticos que entre los propios sacerdotes. Este proceso aperturista conoció obstáculos de enorme dificultad; el intento de Arias Navarro, frenado por Tarancón, de echar de España al obispo de Bilbao, Antonio Añoveros, sería el más sonado. Pero había algo, aparte de fumar y escribir, de lo que el cardenal nunca se cansaba: de fomentar el diálogo.

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