David Gistau

Triste agonía socialdemócrata

A Pablo Iglesias la campaña le ha afectado para bien, y a Pedro Sánchez para mal

David Gistau
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La agresividad excesiva con la que Pedro Sánchez arruinó un debate que estaba ganando hace pensar en el pistolero que sale pegando tiros de la cabaña rodeada a la que sus sitiadores encima han prendido fuego. La acción desesperada de quien, de todos modos, se sabe muerto. Para cuando ocupó su asiento en el desangelado decorado del debate bipolar, Pedro Sánchez ya era la gran víctima de la campaña, de igual forma que Pablo Iglesias era su ganador. Esto se hizo visible en el primer debate, el que se dispersó entre cuatro contendientes que aguantaron dos horas de pie ante dos periodistas sentados y regañadores, como en la posición humillante del «casting» de un «talent show». Los comentaristas esperaban un ataque combinado de las tres fuerzas opositoras contra la representación del gobierno.

Este análisis se reveló demasiado simple porque no tuvo en cuenta los otros intereses cruzados ni los ecosistemas de los cuales cada uno de los candidatos necesitaba rapiñar votos a otro. Mientras Rivera trataba de identificarse con Iglesias en el eje de «lo nuevo», Iglesias atacó el espacio donde habitan los votos que pretende, que no es el del PP, sino el de la socialdemocracia. Hubo momentos en que Sánchez sólo pudo responder con una carcajadita obtusa a la golpiza con la que Iglesias ganó ese otro debate dentro del debate: aquel en el que se reñía la hegemonía socialdemócrata por la cual Podemos ha urdido su mutación y el abandono de la verborrea revolucionaria y antisistema. Fue el punto de inflexión a partir del cual Pedro Sánchez comenzó su trayectoria hacia el juguete roto. Mientras, se daba por supuesto que, en Sevilla, el entorno de Susana Díaz comenzaba a reservar pasajes de AVE.

Sánchez, sin personaje

Aquella noche del debate a cuatro, pudo percibirse otra circunstancia determinante. En el reparto de arquetipos, Pedro Sánchez era el único candidato que se había quedado sin ninguno. Sin personaje, vaya. Por un lado, estaban «los nuevos», uno más disolvente y el otro más integrado, uno más constituyente y el otro más constitucional, pero tuteadores ambos y bien engarzados en un paradigma renovador que ha sustituido el tradicional de izquierda versus derecha. En el contrapeso, con Sáenz de Santamaría como delegada de Rajoy, cuajaba el papel que iba a desempeñar el presidente y que ya había quedado esbozado en casa de Bertín Osborne y en las partidas de dominó provinciales: la representación de la estabilidad, del sentido de continuación del 78, contra experimentos y aventuras afectados por la incertidumbre. Lo perpetuo, lo clásico, la apelación al sentido de conservación que teme los grandes volteos históricos como el del hombre colgado de una farola en la Puerta del Sol cuando fue proclamada la República. ¿Y Sánchez? ¿Qué era Sánchez? Sánchez no era nada. Demasiado PSOE para encarnar lo nuevo. Demasiado PSOE, también, para apropiarse del concepto de refugio conservador. La última acepción socialista, la de Zapatero, que fue la más corrosiva con la Transición y con las convenciones políticas de nuestro tiempo, había sido ya reemplazada por un instrumento de cambio, el de Podemos, mucho más osado y atractivo para generaciones nuevas, para artistas de la ceja, para viejos elementos de la eterna «gauche-divine» que de pronto se encontraban con la posibilidad balsámica de rejuvenecer su alma con un nuevo compromiso flamante que, por comparación, transformaba a Sánchez en otro oficinista más de la casta -y ni siquiera el más avispado de sus tecnócratas- que se había puesto a imitar en sus comparecencias el estilo americano copiado a «House of Cards», incluida la esposa como complemento escénico. Un guapo vacuo sin el carisma del primer González y sin las yemas de los dedos de Warren Beatty. Un veterano del Ramiro de Maeztu empapado de baloncesto pero que alguna vez presumió de faltar mucho a clase, como hacían los bromistas del Ramiro y del Maravillas que dedicaban las mañanas a robar la chistera al portero del Mayte-Commodore ante la fuente de los delfines.

Al PSOE le han robado incluso el complejo de superioridad moral

Por primera vez en la historia de la democracia, el PSOE había perdido además otra cosa. Un intangible que afecta incluso a su extensión periodística, el diario «El País». No ya el narcisismo, sino el complejo de superioridad típicamente socialdemócrata que durante décadas permitió a ambos entes simbióticos decidir quién tenía credenciales para existir en la vida pública, y quién en cambio era borrado por «facha» y por «descendiente directo de los asesinos de Lorca». Al PSOE le ha salido de pronto, en el eje de «lo nuevo», un personaje que aspira a quedarse con todo lo suyo, incluido el paladinazgo de los «descamisados», que ahora son los desahuciados y «los de abajo», y cuyas presunciones de pureza y de emanación popular son aún mayores que las de la socialdemocracia clásica. Tanto es así, que miles de votantes socialistas han migrado, subyugados por esta oportunidad de fundar un linaje nuevo para el que sólo se hacía necesario perdonar a Pablo Iglesias el pecado original comunista/chavista y todas las salvajadas dichas que han quedado enterradas en el YouTube y de las cuales cada intervención actual de Monedero constituye un recordatorio.

Tristeza de Suresnes

¿Cuál fue, durante la campaña, la reacción de Pedro Sánchez para paliar en lo posible esto? Exacerbar durante los mítines una pulsión que siempre estuvo presente en esa izquierda incapaz de conceder a la derecha una sola virtud más allá del retrato nefasto: el sentido patrimonial de la única España buena, de los único valores evolutivos. Otorgar al PSOE la autoría en exclusiva de la única España que valdría la pena en más de medio milenio de historia. Esta táctica de Sánchez se volvió ridícula cuando llegó a arrogarse para el PSOE la ley del divorcio promulgada por un gobierno de UCD. Y se volvió mezquina cuando, en la desesperación por ensalzar la impronta socialista, también quiso capitalizar como mérito atribuible sólo al PSOE -y no a la democracia toda y a su sociedad civil- la victoria sobre ETA. Lo hizo en uno de esos mítines recientes caracterizados por el curioso estilo de Sánchez como orador: según va llegando al punto culminante de su discurso, alza la voz hasta el alarido y acelera el ritmo hasta hacerse atropellado, de forma que siempre parece quedar a un renglón del infarto. Recuerda el ritmo sexual hasta la eyaculación, con la fatiga inmediatamente posterior. Apetece aplaudirlo por el esfuerzo físico, por la proeza al retener la respiración.

Según se acerca al punto culminante en sus discursos, Sánchez acelera el ritmo y levanta la voz hasta el alarido

Los viejos personajes fundacionales del socialismo, los de Suresnes, los de la tortilla, que ya tuvieron motivos para sentirse desplazados durante el zapaterismo, contemplan con más tristeza que enojo el viaje hacia posiciones secundarias del gran partido de poder que crearon. No se trata de una de esas crisis cíclicas de la alternancia que al menos conservaban intacto el depósito de valores, asociados a la socialdemocracia, del partido. Esta vez parece que una transformación definitiva del paisaje político puede agregar el nombre del PSOE al de otros grandes partidos europeos a los que era imposible concebir extinguidos. Pedro Sánchez puede quedar, en ese sentido, como el eslabón flojo con el que acabó una estirpe, a menos que Susana Díaz logre en el futuro refundar el partido con su liderazgo. Mientras, uno de los fenómenos políticos más fascinantes de nuestra época es ese según el cual unos «jóvenes turcos» radicales, anacrónicos, llenos de resonancias de los viejos totalitarismos europeos, robaron a la gran marca de la socialdemocracia todas sus virtudes distintivas. Ello, mientras sonaba la carcajadita obtusa de su secretario general.

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