Trump, el candidato megalómano

«Muéstrame a alguien sin ego y te mostraré a un perdedor», proclama el millonario, quien ofició como showman televisivo para calmar sus ansias

WASHINGTON Actualizado: Guardar
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El camino hacia la Casa Blanca de Donald John Trump (Nueva York, 1946), rompe todos los esquemas. En la diversa acumulación de espontáneos que ha registrado la carrera electoral norteamericana, nunca había llegado tan lejos un outsider, un declarado antipolítico que pone en jaque al establishment. No es original en sus ambiciones, pero sí en el sello que distingue a quienes resultan ser «de suprema confianza en sí mismos e impermeables a las críticas», como definen los expertos a los «narcisistas grandiosos». No estamos ante un político, un aspirante a dirigir la cosa pública para cambiar la sociedad. Lo que distingue al polémico millonario es su megalomanía, su aspiración casi obsesiva a la admiración externa. Como si el éxito social del que presume necesitara validación permanente para seguir engordando, en una suerte de competición eterna.

«Muéstrame a alguien sin ego y yo te mostraré a un perdedor». Es la máxima que resume su forma de pensar y de vivir, quién sabe si el epitafio que termine encabezando su propia lápida.

No hay ocurrencia ni improvisación en el empeño. El excelso reconocimiento público de ser el presidente de la primera nación de la Tierra ronda la cabeza del polémico magnate como mínimo desde que alcanza su madurez vital y profesional, avanzados los 80. Con su emporio en auge y aún lejos de las bancarrotas que amenazarán su existencia, sopesa el primer asalto. Toca a su fin la etapa Reagan. Registrado en el Partido Demócrata e iniciado como donante en la financiación de la campaña de Jimmy Carter, el neoyorquino se pasa al Partido Republicano y funda la organización Draft Trump for President. Más que sus alejadas convicciones de las esencias conservadoras, que hoy sus rivales airean, es la falta de apoyos la que frena su ambición.

El proceso electoral de 2000 será su segundo intento, en el que busca la estela del Partido Reformista del fracasado millonario Ross Perot. Esta vez, Trump recibirá el portazo del partido. Tras unos años de autopromoción como benefactor y protagonista del reality televisivo «El aprendiz», donde forja su imagen de showman, acaricia su opción más seria en 2011. Su bravucona autoconvicción de que tiene el apoyo de la opinión pública choca con la realidad de un respaldo de apenas el 7%, motivo de una nueva renuncia. Es hace dos años cuando su instinto, su olfato de tiburón de los negocios, le convence de que ha llegado el momento. Los expertos que contrata le confirman que puede cuajar un extraño en la política, que «hable a la gente como le gusta que le hablen, que le diga las cosas como son». Si hay alguien con don de gentes, es él. El caldo de cultivo de una sociedad enfrentada, como sus dos grandes partidos, y hastiada de la incapacidad de «Washington», en la diana de los enfadados estadounidenses, entre los que son legión los que aborrecen las políticas de Obama, va a ser su cabeza de puente. Su desarrollada habilidad en el manejo de los medios y de los ciclos informativos, por lo que es más temido, hará el resto. Ni siquiera necesita llevar a la práctica su amenaza de que invertirá en la campaña «todo el dinero que sea necesario». Para eso están las televisiones, que le proporcionan tanta publicidad como ahorro económico.

La verborrea es la que mejor formatea la personalidad de Donald Trump. Reducido su programa electoral a la idea (las propuestas las modula según el aire que sople) de un liderazgo fuerte y ganador para «hacer América grande otra vez», al millonario lo definen sus frases, sea en mítines o en tumultuosas ruedas de prensa: «Putin siempre habla bien de mí», «¡Mirad, mirad, la cantidad de cámaras que me siguen!» o «Me quieren todos, también los hispanos…». No importa que la última encuesta muestre que el 80% de estos últimos le rechaza. Es más fuerte el autoconvencimiento que le suministra su propia realidad. La última de sus proclamas denuncia el empeño del establishment de apearle de la nominación: «Son millones los que están viniendo al Partido Republicano gracias a mí». Se olvida de los que se están alejando, más en consonancia con el último sondeo, en la que Hillary Clinton suma siete puntos más.

En la carrera que alimenta su personalismo, Donald Trump ha descubierto la ilimitada capacidad de las redes sociales para conectar con el mundo entero. Aferrado a tan eficaz herramienta mediática como su juguete personal, presume de sus más de seis millones de seguidores en Twitter y en Facebook.

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