Río 2016 | AtletismoEl singular caso de la libanesa Chirine Njeim

La maratoniana, olímpica en esquí alpino en tres Juegos de Invierno, se estrenó en Río en los de verano

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A Chirine Njeim parece que todo lo que le ha pasado en su azarosa vida ha sido con una intención oculta. De niña era la pequeña de cinco hermanos y su madre se la llevaba a dormir al pasillo para que no estuviera cerca de una ventana. Eran los últimos años de la guerra civil en el Líbano y por la noche se acostaban con el sonido de fondo de las bombas y los disparos. En más de una ocasión entraron balas perdidas en la sala de estar. Su padre, harto de aquellos peligros y de los cortes de la corriente que obligaban a sus hijos a estudiar a la luz de las velas, se llevó a la familia a las montañas que hay en los alrededores de Beirut.

En las montañas Fareya, a 45 kilómetros al noreste de Beirut, aquel padre enseñó a esquiar a su hija de solo tres años. La niña se fue enganchando a este deporte impulsada también al ver por televisión las competiciones de su admirado Alberto Tomba. A los 10 años, en vista de su progresión y de que en el Libano no iba a poder seguir mejorando, mandaron a la pequeña Chirine a Annecy, a los Alpes franceses. Y dos inviernos más tarde, a Estados Unidos, a Salt Lake City.

Allí, en la Academia Rowmark, la misma donde se formó la campeona olímpica Picabo Street, creció como esquiadora alpina pese a que al principio solo hablaba árabe y francés. En el año 2000 sufrió su lesión más grave, una rotura del ligamento cruzado de la rodilla. Y luego, una neumonía. Njeim se quedó muy débil y, empecinada en recuperarse cuanto antes, empezó a cuidar su alimentación. Pero de lo saludable saltó a la obsesión y cayó en la anorexia. Solo comía verduras y ensaladas. Algunos días los pasaba con una manzana y unos cuantos tragos de agua. Se quedó en los huesos. De 60 a 39 kilos.

Todos los veranos volvía al Líbano a ver a la familia. Y en el último viaje acudió a casa de un amigo para darle una sorpresa. Chirine llamó al timbre y cuando el chico abrió la puerta no la reconoció. Aquello fue una señal. La otra fue más directa. Una dietista le dijo que si no volvía a comer con normalidad se quedaría fuera de los Juegos Olímpicos de invierno de Salt Lake City.

Al final enterró aquella enfermedad y con 18 años ondeó la bandera de su país, que solo contaba con otro deportista, en la ceremonia inaugural de los Juegos. Tres años después aceptó una beca de la Universidad de Utah y en 2006 repitió, en Turín, la experiencia olímpica participando en todas las modalidades alpinas.

Al año siguiente decidió tomarse unas vacaciones con su novio y entrenador. Volaron a Hawái. Playa y surf. Pero un día su chico, Kyle Hopkins, era incapaz de mantenerse erguido sobre la tabla. Volvió a la arena y allí comenzó a caminar como si estuviera bebido. Fueron al hospital y el médico, después de hacerle unas pruebas, les informó de que tenía un tumor. De allí se fueron a Boston en busca de una opinión más experta. El diagnóstico fue como un guantazo: Kyle tenía un cáncer terminal.

Chirine no volvió ese verano a casa y se entregó en los cuidados de su novio. A la vuelta de una breve concentración, Kyle estaba peor. Ya solo podía comunicarse señalando unas letras. Suficiente para obligarla a acudir a una competición. El 17 de diciembre de 2007 murió. Aquella joven esquiadora se hundió. “Física, mental y emocionalmente me desplomé”, ha recordado estos días en Río. “Ver a los amigos que venían a decirle adiós fue, probablemente, lo más difícil que he tenido que experimentar en mi vida”.

La vida, de hecho, nunca dejó de lanzarle obstáculos en el camino. De aquello salió después de que sus compañeros la arropasen. La amistad y el tiempo la curaron de aquella pena. El siguiente verano volvió a su país e informó a su familia de que acabaría la carrera en Estados Unidos y luego se mudaría de nuevo al Líbano. De vuelta a Norteamerica hizo escala en Dubai y allí le informaron de que no había asiento para ella. Un libanés la escuchó lamentarse y acabó consiguiéndole un billete en primera clase. Volaron durante más de doce horas uno al lado del otro y poco antes de aterrizar en Atlanta se despertaron juntos. Ya no perdieron el contacto. Él, Ronnei Kamal, fue a apoyarla a Vancouver, sus tercera experiencia olímpica, donde volvió a ser la abanderada. Luego se trasladaron a Chicago y comenzaron a vivir juntos.

Ella necesitaba mantenerse en forma y comenzó a salir a correr a primera hora de la mañana. Semana a semana fue ampliando sus recorridos al mismo tiempo que iba haciendo amigos entre los corredores. Ronnei y ella se apuntaron a una carrera de 8 kilómetros y Chirine acabó en menos de 38 minutos. Un año después bajó más de un minuto su tiempo y aquello la animó a correr el maratón de Chicago de 2012 con la única intención de cruzar la meta. En 2013 ya se quedó muy cerca de las tres horas (3:05.40) y cuando empezó a ver que las autoridades deportivas de su país no querían llevarla a sus cuartos Juegos, los de Sochi, en 2014, empezó a darle vueltas a la posibilidad de lograr una plaza para el maratón de los Juegos de Río.

Njeim sabía que era imposible bajar de 2.45, la mínima olímpica, pero como su única rival era otra corredora de tres horas, creyó que con ser más rápida que ella, podía acabar recibiendo una invitación.El maratón de Chicago de 2015 le abrió los ojos. Njeim entró en la meta en 2:46.41, inesperadamente cerca de la mínima, pero sin apenas tiempo para mejorar. Como sabía que en el Líbano no basta con ser la mejor, decidió recordarles en quién se había convertido aquella esquiadora tan poco conocida y se apuntó cuatro semanas después al maratón de Beirut. Aquel 8 de noviembre estaba agotada y empezó con un ritmo suave. Pero a medida que iban cayendo los kilómetros se sorprendió con un ritmo de crucero por encima de lo habitual. Njeim entró quinta en la meta con un tiempo de 2:49.23. Fue la primera libanesa.

Aquel buen registro sin apenas haberse recuperado de Chicago y con un largo viaje por medio la convencieron de que valía la mínima. Pero no había tiempo. Aunque sí más maratones. Al final, en un acto de locura, le dijo a su entrenador que correría en Houston en enero. Éste puso el grito en el cielo, pero al cabo de unos días entendió que era darse cabezazos contra la pared. Así que se reunió con su pupila y le dijo: “Sé que te dije que no, pero ahora quiero que lo hagas. Nunca vi a nadie tan obcecado por conseguir algo”. En su tercer maratón en 95 días, Chirine Njeim cruzó la meta en un tiempo de 2:44.19. Tenía el billete para Río.

De repente todo cambió. Aquella pequeña deportista dejó de ser una desconocida para convertirse en un modelo de la sociedad. Nike decidió vestirla de arriba abajo y el maratón de Beirut le pidió que fuera su embajadora. Su director y fundador es May El Khalil, un hombre que sufrió un atropello en 2001 que le dejó en coma. Necesitó 37 operaciones para volver a andar y aunque no podía correr entendió que el maratón podía promover la paz en la región. Eran los tiempos en los que, en el Líbano, solo corrían veteranos del ejército y algún corredor solitario. Ahora empieza a ser una moda.

A Njeim le hizo gracia que antes de disputar sus primeros Juegos de verano recibiera más ayuda y más privilegios que después de sus tres Juegos de invierno. Y hasta un promotor libanés se comprometió a pagar el viaje de su familia para que pudieran estar a su lado en Río. La debutante libanesa no logró su propósito de rebajar su plusmarca una vez más, pero entró feliz. Llegó en el puesto 109 en más de dos horas y cincuenta minutos (2:51.08), pero se sentía tan dichosa como la campeona.

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