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Paul Gascoigne se declara culpable de un chiste racista

El exfutbolista, con problemas económicos y de alcoholismo, entró en el juzgado firmando autógrafos

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El ex futbolista inglés Paul Gascoigne, que llegó a ganar 25.000 euros por semana cuando jugaba en el Lazio a comienzos de los noventa, es desde hace años el protagonista de una dura historia de decadencia, marcada por el alcoholismo, los problemas mentales y las broncas. Este lunes ha comenzado el juicio contra él por supuestas ofensas racistas durante un espectáculo titulado «Una noche con Gazza», que se celebró en noviembre del año pasado en la ciudad de Wolverhampton, en el centro de Inglaterra.

En el arranque de la vista, Gascoigne, de 49 años, se ha declarado culpable y admitió «un lenguaje o comportamiento abusivo y amenazante». Durante la gala en el centro cívico de Wolverhampton se burló desde el escenario de un guardia de seguridad de raza negra, que se encontraba en una zona sombría de la sala.

El ex futbolista le dijo que de no ser por su sonrisa sería incapaz de verlo.

A pesar de su caída en picado, Gazza parece conservar las simpatías de cierto público británico. A su llegada al juzgado, algunos admiradores le pidieron autógrafos y fotos y uno llegó a firmarle en su pecho.

A comienzos de este verano llegó a un acuerdo con el fisco británico, al que adeudaba 42.000 libras, y le concedieron dos años de plazo para abonarlas. También debe 4.000 libras a acreedores particulares. El ex futbolista vive en la ciudad costera de Dorset, al Sur de Inglaterra. Aunque durante algunos periodos logra mantenerse alejado de la botella, con frecuencia reaparece en los tabloides con aspecto muy desmejorado, o incluso con el rostro magullado y ensangrentado tras alguna pelea. En el juzgado se presentó vestido con una correcta americana y mejor cara que en las últimas semanas.

Gascoigne nació hace 49 años en una pequeña ciudad vecina a Newcastle, en la Inglaterra fría que linda con Escocia. Sus padres eran gente humilde. Él, mozo de cuerda de cajas de ladrillos y ella, operaria de una fábrica. Pero desde luego no les faltaba fe en su hijo: lo bautizaron Paul John, para que llevase el nombre de los dos cerebros de los Beatles.

Paul cumplió con el presagio. A los 18 años ya tenía ficha profesional en el Newcastle y a los 23, en el Mundial de Italia, se metió para siempre a Inglaterra en el bolsillo. El hechizo los ofició en la semifinal mundialista frente a Alemania. Gazza recibió una amarilla, que lo apartaba de la finalísima si su equipo pasaba, y rompió a llorar con una rabia desconsolada. Ahí se convirtió en un ídolo inglés por su amor por la camiseta.

Gascoigne era un centrocampista de fútbol fácil y mucha clase, capaz de adornarse hasta con regates imposibles de tacón. Tenía empuje y pasaba el balón con ojo y precisión. Gastaba una pinta simpática, que encantaba a su parroquia: un inglés rubio y ancho, un poco achaparrado (1.75) y de fuerte personalidad. Además era un bromista contumaz, capaz de aparecer con un avestruz en un entrenamiento, o de aterrizar en una terminal tras un campeonato con unas tetas de goma caladas.

Todo tuvo más ruido que nueces. Su palmarés luce pocos títulos y el Lazio pagó un fuerte dinero por él a cambio de discretas prestaciones. Probó suerte en China y colgó las botas en Boston en 2004. Quiso ser entrenador, pero pasó lo de siempre: en 2005 lo echaron del banquillo modesto Kettiring por su intimidad con la botella. No ha vuelto a dirigir un equipo.

Aunque su extraversión engañó durante mucho tiempo, la de Gazza es en realidad una historia trágica. De niño perdió a su mejor amigo, un golpe para una psique débil, con problemas de bulimia, depresiones y serios trastornos de conducta. Tampoco le ha ayudado la cacería implacable de la prensa sensacionalista británica y el morbo de los que antes lo adoraban.

Los allegados hablan de un corazón de oro. Su mujer y madre de su hija se divorció en 1998, después de que le pusiese un ojo morado. Gascoigne ha sufrido dos quiebras y en sus peores momentos se trasegaba al día, según confesión propia, cuatro botellas de whisky y una docena larga de rayas blancas.

Sus últimos tres lustros han sido un rosario de rehabilitaciones fallidas. La más sonada cuando Lineker y otros amigos del fútbol juntaron 40.000 euros para pagarle un tratamiento de desintoxicación en Phoenix, después de verlo llorando y temblando en una gala de calidad. No funcionó.

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