Irene Arcos y Maria José Goyanes, en una escena de la obra
Irene Arcos y Maria José Goyanes, en una escena de la obra - Guillermo Casas
CRÍTICA DE TEATRO

«El cielo que me tienes prometido», de Ana Diosdado: amor divino y amor profano

El Centro Dramático Nacional rinde homenaje a la autora, fallecida el año pasado

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Dos mujeres fuertes frente a frente, dos formas de enfrentarse al mundo (y al demonio y la carne). Teresa de Jesús (1515-1582), la santa con los pies en la tierra y el alma en las alturas, y doña Ana de Mendoza y de la Cerda (1540-1592), princesa de Éboli, sugestiva cíclope aureolada de poder y erotismo. Su duro enfrentamiento por la fundación de un convento carmelita en Pastrana, en el que la aristócrata quiso ingresar como monja a la muerte de su marido y mantener en él su vida lujosa, es un asunto muy atractivo, al que Juan Manuel de Prada se aproximó el año pasado en su novela «El castillo de diamante».

«El cielo que me tienes prometido» (***)
Texto y dirección: Ana Diosdado. Escenografía y vestuario: Alfonso Barajas. Iluminación: Rafael Echeverz. Intérpretes: María José Goyanes , Irene Arcos

A Ana Diosdado también le sedujo el pulso entre la monja viajera y la dama imponente en torno al que vertebró la última obra que escribió y dirigió. A punto de cumplirse el primer año del fallecimiento de la dramaturga, resulta oportuno y justo el homenaje que le tributan el CDN y la SGAE. Así, aunque la pieza fue concebida al hilo del quinto centenario del nacimiento de la santa de Ávila, «El cielo que me tienes prometido» –título que alude al segundo verso del conocido soneto «No me mueve, mi Dios, para quererte», atribuido tanto a San Juan de la Cruz como a Santa Teresa y otros autores– adquiere ahora la forma de tributo a una escritora de ley.

Diosdado va más allá de la pugna entre dos señoras de armas tomar y los tiquismiquis entre lo civil y lo religioso, para colocar cara a cara el amor profano y el amor divino. La autora presenta a la carmelita, encarnada con convicción y autoridad por María José Goyanes, a su llegada al convento de Pastrana, vacío de monjas, pero en el que se alojan la ilustre huésped y sus criadas, obligadas a profesar por orden de quien quiere convertirse en sor Ana de la Madre de Dios. Mientras se despoja del hábito para acostarse, vierte un largo monólogo reflexivo interrumpido por una novicia, Mariana, esclava de la de Éboli y todo un hallazgo por su fresca sinceridad, que la joven Elisa Mouliaá sirve con vehemencia atolondrada y encantadora.

La chica, puente entre la princesa y la religiosa, defiende un amor profano tan cristalino que conmueve a la santa, quien, a la postre, también se acerca al sentimiento de pérdida de la viuda tras la esperada escena que la enfrenta con la dama, interpretada con donaire por Irene Arcos, algo forzada en su pugna física con santa Teresa. Un interesante juego de matices del amor en el que, en ocasiones, pesa lo discursivo y que crece cuando se entrecruzan los filos del diálogo. Muy bello el espacio escénico de Alfonso Barajas vestido de amplitud o intimidad por la luz de Rafael Echeverz.

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