Prince en acción
Prince en acción - AFP

Prince, el dandi oscuro

Con la muerte inesperada del cantante se marcha el mejor intento de crear una alternativa afroamericana al dandi de origen anglosajón

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Hace unos meses estuve en Minneapolis, una de las ciudades más frías de Estados Unidos, una ciudad bífida, pues al lado de Minneapolis está Saint Paul. No en vano las llaman las ciudades gemelas, un fenómeno que parece una dislexia urbanística. Si preguntas en Minneapolis qué famoso nació aquí, la respuesta es contundente y violenta: Prince Rogers Nelson.

Minneapolis es la ciudad de Prince. Y Prince inventó el llamado sonido Minneapolis, sobre todo cuando publicó el renovador «Dirty Mind» (1980), disco en donde ya estaban las claves de su mundo sonoro y disco que grabó con 22 años. Y en las tiendas de Minneapolis te encuentras fotos, cedés y abalorios princianos. Es su ciudad. Pero en Saint Paul nació Francisc Scott Fitzgerald en 1896.

El dandi anglosajón de Saint Paul frente al dandi afroamericano de Minneapolis. Dos ciudades gemelas con dos estetas frente a frente.

No hay pop sin iconografía. Y Prince, aparte de poseer un enorme talento para la interpretación y la composición, supo inventarse una y lo hizo en un lugar que estaba vacante: la sofisticación del cantante de origen afroamericano. El bigote minúsculo parecía en Prince un recuerdo y un homenaje a Jimi Hendrix, otro ilustre afroamericano y el auténtico padre espiritual de Prince. La herencia de Hendrix era un sonido duro, sin concesiones, no permeable a la sofisticación.

Un Bowie negro

Prince quería ser un esteta. Quería ser el David Bowie negro. Y comenzó a investigar, como Bowie, en el misterio de la identidad del ídolo de masas. Se convirtió en «El Artista». Necesitaba otros identidades, como hizo el Duque Blanco cuando ideó a Ziggy Stardust. Prince pasó por el túrmix del soul y del funk el legado de Hendrix, y allí está la novedad.

En la medida que se alejaba del rock se acercaba a otro gran icono, se mimetizaba con Michael Jackson, la otra gran leyenda afroamericana. Pero Prince sabía que Michael Jackson podía ser más popular, pero le faltaba algo que él codiciaba de manera especial: el hálito misterioso, el toque intelectual, el mensaje oculto en las letras de las canciones. Le faltaba la literatura, el glamur de lo prestigioso, la trascendencia del arte.

Prince necesitaba una lluvia púrpura, necesitaba belleza romántica, idealismo y elevación. Eso no lo tenía Michael Jackson. Tampoco lo tenía Hendrix. Eso lo tenía Bowie, pero era blanco. ¿Puede existir un héroe byroniano de raza negra?, esa es la pregunta, en cierto mo do incómoda, que está detrás de la exquisitez visual de Prince y de sus letras más abiertamente sexuales y provocativas.

Los conciertos de Prince eran, además, actos de idolatría confesa, donde lo que se exhibía no era la música sino él mismo. Eso lo apartaba completamente de Jimi Hendrix, que cedía el protagonismo a su guitarra. Hendrix era el medio. El sonido fuerte y desesperado de su guitarra era el mensaje. Prince tocaba la guitarra, pero la guitarra era un ornamento.

Destino pactado

Prince inventó el culto a la personalidad en el mundo icónico del Pop afroamericano. Continuó los moldes de la ambigüedad sexual de un Bowie, intensificó el individualismo, se peleó con su discográfica, regaló discos sin pasar por caja, como hizo con Planet Earth (2007), desenterró el hacha de guerra de puestas en escenas que buscaban la expresión de los límites, acercándose en eso a Jim Morrison. Y como Michael Jackson quiso que los pigmentos de su piel fueran volviéndose ambiguos.

Prince ha muerto joven. Ha muerto el primer esteta afroamericano, y un esteta no puede hacerse octogenario. Con él se marcha el mejor intento hasta la fecha de crear una alternativa afroamericana al dandi de origen anglosajón y europeo. Parece casi un destino pactado que Bowie y Prince se hayan ido al mismo tiempo.

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