CArmen Balcells, en la celebración del Nobel de Vargas Llosa
CArmen Balcells, en la celebración del Nobel de Vargas Llosa - abc

Qué se siente al tener agente literario

Tras la muerte de Carmen Balcells, se abre paso una nueva era en las relaciones de los autores con quienes les representan, un tiempo nuevo marcado por las ventas

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Cada día, decenas de manuscritos aterrizan sobre las mesas (y las bandejas de entrada) de los agentes literarios de todo el país. No es responsabilidad pequeña lo que eso supone, pues un rechazo puede provocar estragos. A John Kennedy Toole, autor de la inconmensurable «La conjura de los necios», un rechazo le llevó al suicidio, y su primera y única novela se publicaría once años más tarde por insistencia de su madre. A JK Rowling le rechazaron Harry Potter hasta en trece ocasiones, lo cual podría haber llevado al suicidio a trece editores -quienes suelen llevar un pequeño porcentaje de las ventas de los autores que publican dentro de la editorial para la que trabajen-, pero afortunadamente no se conocen casos de muerte.

Claro que estos tienen la piel algo más dura. «Me da pena cuando veo a mis hijos pintando en la parte de atrás de las galeradas que me mandan los autores, pero por otro lado es lo más ecológico», reconoce una conocida editora.

A finales de octubre de 2001 mandé el borrador de mi primer manuscrito a la agencia literaria Antonia Kerrigan. Entonces contaba 24 años, y el material que envié tenía la calidad de una redacción de primaria. No hubo respuesta. Al cabo de un par de nerviosas semanas de espera marqué el número de la agencia en el teléfono fijo de casa de mis padres y conseguí hablar con Lola Gulias (mano derecha de Kerrigan en la agencia y hoy editora de Planeta), que me informó de que «no era lo que estaban buscando», que es la manera en la que un agente literario te aparta con suavidad sin que el martillo de la negativa cause demasiados destrozos en tu frágil ego de escritor.

Cuatro años después de mi primer rechazo -y después de haber tirado a la basura otro par de manuscritos igual de malos que el primero-, volví a intentarlo. Hice un PDF con 75 páginas de mi novela «Espía de Dios» y la envié de nuevo a Antonia Kerrigan. Esta vez estaba preparado para una larga espera y el posterior rechazo.

La espera fueron 45 minutos y la respuesta fue un email que decía: «Me encanta. Mándame más». Firmado por la propia Kerrigan.

Miré la pantalla durante largo rato, intentando buscar la trampa. No la había.

Dos semanas más tarde Antonia Kerrigan y yo nos encontramos en Madrid y me puso delante un contrato, en el que ella se ofrecía a representarme a cambio de un porcentaje por las ventas en España y otro, mayor, por las ventas de los derechos en el extranjero. En el caso del extranjero, el mayor porcentaje se justifica porque hay subagentes que representan a su vez a los autores de la agencia en los distintos territorios. Los gastos aumentan -envíos de manuscritos, asistencia a ferias, conferencias internacionales- y los beneficios hay que compartirlos. Me pareció muy bien. De hecho, no sabía lo bien que estaba ese acuerdo. Hoy en día, cuando una editorial grande ficha a un autor nuevo, le exige la representación internacional a cambio del 40% de las ventas en el extranjero. Nadie quiere perderse al próximo Ruiz Zafón.

Precisamente es el autor de «La sombra del viento» quien aupó a Kerrigan al podio de las agentes españolas -supongo que en ausencia de Balcells, ahora será ella la que ocupará el primer lugar mediático que tan poco le gusta-. También con Zafón se inaugura una nueva era para la literatura española, que deja de lado a las superestrellas literarias de los años noventa y comienza a mirar a una joven hornada de nuevos autores que plantean una literatura comercial, capaz de moverse en múltiples territorios.

La cena inacabable de Gabo

Hace dos décadas, el mundo giraba en torno al autor. Una vez, en un conocido restaurante de Barcelona, Carmen Balcells esperaba a García Márquez. Su vuelo no llegaba, así que llamó al cocinero y le encargó que no dejase de sacar primeros platos hasta que llegase Gabo. Tan pronto como se enfriaban, la «Mamá Grande» los enviaba de vuelta a la cocina, intactos, y eran sustituidos por otros nuevos recién cocinados, de forma que cuando apareciese el escritor creyese que le habían estado esperando.

En los alicaídos presupuestos del mercado editorial ese gasto superfluo es impensable, pero también la idea que subyace bajo él: que el autor es el centro del sistema, y que cualquier sacrificio es pequeño para que siga produciendo. Hoy en día todo gira en torno al producto. Sigue habiendo vacas sagradas -Zafón, Dueñas, Sierra-, pero no hay hueco para Galas, Umbrales y demás autores de ceja alta. Los suplementos culturales ya no dictan el mercado, el mercado se dicta a sí mismo y es más salvaje que nunca. Por eso Balcells -con su modelo boutique de alto standing- es irrepetible, y lo que va a dictar el estándar de agencia de la próxima década es la venta en corto, puerta a puerta, en busca del siguiente gran pelotazo.

Hoy en día tener un agente literario no garantiza nada más que vas a tener buenos consejos en tu carrera y que las editoriales te escucharán. Olvídese de lo que se ve en las películas. Nada que ver con peticiones extravagantes a altas horas de la mañana ni airadas llamadas para protestar porque en un viaje de prensa te han puesto en un hotel de dos estrellas. En el nuevo mundo poslibro electrónico solo cabe el trabajo duro, sonreír mucho y cruzar los dedos para conservar el favor del público. Y está bien que así sea.

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