Carlos Cruz-Diez, en una foto tomada recientemente en Panamá
Carlos Cruz-Diez, en una foto tomada recientemente en Panamá - Rafael Guillén
ARTE

«He tirado muchas cosas al cubo de la basura»

Desde el próximo jueves y hasta el sábado, las galerías de Madrid vuelven a dar la bienvenida a la temporada de forma conjunta con el festival «Apertura». Entre los platos fuertes, un histórico: Carlos Cruz-Diez. Su obra última recala en Cayón

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Carlos Cruz-Diez (Caracas, 1923) ha desafiado a la muerte y a la mala suerte. A la primera, se la encontró de frente al nacer, cuando el médico lo dio por muerto porque parecía no respirar. A la segunda, se la topó una y otra vez cuando sus amigos le decían que en el mundo del color no había nada nuevo que decir y que si –de paso– inmiscuía a su familia en esa infructuosa búsqueda su carrera sería un verdadero fracaso. «Sin embargo, yo insistí que se podía dar algo más. Tanto lo hice que encontré una rendijita para dar otra información en el arte. La segunda apuesta que hice fue integrar a mi familia desde el principio, cuando todos me decían que eso no se debe hacer.

Yo insistí, y mira el resultado».

A los 93 años, Cruz-Diez sigue insistiendo. Revisa constantemente su trabajo y no deja de experimentar con el color en nuevos soportes: barcos, aceras, edificios… Incluso, este año, llegó a camuflar su cuerpo en su obra «Cromointerferencia de color adictivo» por iniciativa del artista Liu Bolin. «Lo importante para mí es que mi arte genere placer, asombro en beneficio del espíritu. Si fuese para otro fin me negaría», afirma.

Hoy, más de 18 países han integrado su arte cinético a la arquitectura de la ciudad. La obra del «maestro», como muchos lo llaman, ha sido galardonada con la Turner Medal 2015 y el Premio Internacional Trebbia 2016. Sus piezas se encuentra en las colecciones permanentes del MoMA, la Tate y el Pompidou, entre otros. Y este 15 de septiembre, Madrid acogerá parte de su trabajo en una exposición individual organizada por la galería Cayón. «En esta muestra se apreciará el color fuera del soporte. Son obras donde el color que vemos no es el que está pintado. También habrá piezas nuevas y una intervención. Vamos a modificar la fachada del edificio. Tengo mucho entusiasmo con esta muestra», comenta.

–A los dos años de estar en la Escuela de Arte, se aburrió de la pintura y buscó otras formas de expresión. En estos años, ¿qué más descartó para encontrar su propio lenguaje?

–Yo era muy inquieto. A mí me gustaba mucho el cine, la fotografía, el teatro. Cuando apareció la televisión en Venezuela, hice cursos porque me parecía que era un medio maravilloso. ¡La música!... Toda esa cantidad de cosas las descarté para dedicarme de lleno al arte, porque comprendí que necesitaba la máxima concentración para crear mi discurso. Y todo lo demás me iba a distraer.

–Usted ha dicho que necesita mucha paz para crear. ¿Dónde ha encontrado esa tranquilidad para lograr una obra de tal magnitud?

El color no es más que una circunstancia. Coge un papel, ponlo frente a ti y desplázalo. Mira cómo cambia de tono

–Cuando era soltero, la paz era precaria porque era muy parrandero (risas). Me acostaba a las 3 de la mañana y a las 8 estaba en el trabajo. Pero al mediodía me entraba un sueño terrible (risas). Mi esposa Mirtha fue quien me trajo la paz, porque ella se encargó –y bueno, yo también– de formar a los hijos. Ella entendió perfectamente el proyecto y fue fundamental para mí. Un artista necesita mucha concentración para poder estructurar un concepto. Si uno no hace un discurso coherente se queda en la simple artesanía de la pintura. Ahora que Mirtha no está, mis hijos y mis nietos me proporcionan esa paz que necesito para mi trabajo. Ellos están pendientes de darme soluciones para que mi proceso creativo se desarrolle con las condiciones que exige.

–Alguna vez mencionó una cita que decía: «El artista no sólo debe crear, sino también creer». ¿Qué le hizo creer en su propio arte?

–Las evidencias. El color no es más que una circunstancia. Coge una hoja de papel, ponla frente a ti y desplázala. Mira cómo cambia de color. Es blanca en estas circunstancias, pero no en otra. Las evidencias me hicieron pensar que estaba en lo cierto y eso es lo que me ha dado coherencia en el trabajo. Lo que he hecho luego es enriquecer ese discurso.

–¿Qué ocurre en usted durante los momentos de escasa creatividad o hastío? ¿Cómo actúa?

–Como todo artista, hay momentos donde uno se cuestiona qué ha hecho. Y, en mi caso, empiezo a buscarme a mí mismo. Rebusco en mis trabajos anteriores para ver lo que no he resuelto y lo que está por resolver. Eso me abre nuevas posibilidades. En esta revisión permanente de mi trabajo, me desdoblo. Me hago un crítico feroz. Me deslastro de todo lo que he hecho y lo veo como un extraño. Por eso, siempre digo que mi cubo de la basura es millonario por la cantidad de trabajos que he tenido que tirar (risas). Sin importar el amor, se van a la basura sin piedad.

–En 1981 se publicó una crítica de una muestra suya que decía: «Su exposición está repleta de obras y formatos agigantados, pero no reverdece allí ninguna nueva experiencia». ¿Cómo asumía entonces la crítica? ¿Y cómo lo hace ahora?

–Bueno… los perdono (risas). No entendían nada. Yo he dicho que viví en una sociedad de ciegos. Yo estaba demostrando algo tan evidente que nadie veía, porque estaba fuera del concepto arcaico de la pintura de caballete. Eso no me molestó ni me influyó. No me desvío. Antes no entendían y creo que hoy han comenzado a entender (risas).

–En la década de los cincuenta, usted partió de Venezuela precisamente porque sintió que ese país no era para usted. ¿La sensación de ser un incomprendido en su país persiste?

Lo importante para mí es que el arte genere placer, asombro en beneficio del espíritu

–Ha cambiado, porque la percepción de mi trabajo es otra. Yo tengo un sentimiento muy grande por la respuesta que ha tenido mi trabajo en Venezuela. Se ha vuelto un símbolo. Algo que nunca me imaginé que iba a ocurrir. Me mueve profundamente lo que ha sucedido, por ejemplo, con mi obra en el aeropuerto de Maiquetía [quienes emigran del país se retratan los pies con la obra de fondo]. Lo cual significa que el discurso ha llegado a la gente.

–Pero justamente esa obra que está en el aeropuerto presenta signos de deterioro. Al igual que otras tantas. ¿No considera eso un menosprecio a su trabajo dentro de su país?

–Eso es un problema de educación y de ignorancia. Pero como esas obras están en el afecto de la gente, eso lo van a recuperar. Son circunstancias pasajeras. Eso espero (risas).

–¿Por qué no ha vuelto a Venezuela?

–Por la cantidad de trabajo que he tenido en el extranjero. Yo quisiera volver. Pero bueno: ya veremos...

–¿Tiene algo que ver la situación que se está viviendo allí?

–Yo la esperaba. En el año 1953, cuando Mirtha y yo estábamos planificando irnos para Europa, decíamos: «Este país se hundió». Era la época de Pérez Jiménez. Pensábamos que la dictadura no estaba resolviendo los problemas fundamentales del país. «El rancho va a llegar a Miraflores», me dije. Y ahora el rancho está en el poder. Tardó 60 años en pasar. La mentalidad que tenemos es de subdesarrollo. Todo lo que está en el poder es una mentalidad del tercer mundo, no del primero.

–¿Y no cree en la posibilidad de un cambio?

–Yo espero. Las tragedias modifican a los pueblos. Y lo que vive Venezuela es una tragedia. Esto la va a modificar.

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