Los «Fab Four» en el estudio de grabación con el productor George Martin
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CINE

A la sombra de los Beatles

El documental de Ron Howard «Eight Days a Week-The Touring Years» nada nuevo cuenta, pero nos da un motivo para volver a escuchar a The Beatles. Y sobre todo, para pensar en ellos, en lo que significan para nosotros

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«Comprendí que estábamos al borde de un tiempo nuevo y que ese tiempo exigía hombres nuevos». Eso no nos lo dice Greil Marcus, Alex Ross, ni ningún otro gran crítico musical; nos lo dice Jorge Luis Borges en su cuento « Deutsches Requiem». Pero olvidemos los siniestros recovecos del relato literario y coloquemos las palabras del escritor argentino como complemento a las de Brian Epstein, el representante de The Beatles (a quien se llegó a considerar el quinto miembro del grupo), cuando intentaba explicar su fascinación por los chicos de Liverpool: «eran directos, inconscientes de una manera inofensiva, mantenían lazos de una intensidad poco familiar para mí, y –por encima de todo– consiguieron que mi complejo de inferioridad se evaporase para siempre».

Dicho esto, preguntémonos por qué tenemos necesidad de mezclar a Jorge Luis Borges y a The Beatles. ¿Para acabar en una polémica como la suscitada por el Premio Nobel de Literatura a Bob Dylan? La respuesta, en mi caso, es no. Aunque carezco de una estricta visión de la literatura, soy consciente de las diferencias entre Borges y The Beatles, sin que eso signifique que deba elegir pudiendo convertirlos en complementarios.

Cultura pop

Vaya por delante, el pop y otros movimientos culturales cobran sentidos muy diversos si se asimilan de manera ensimismada y si se absorben de una manera mestiza; si se convierten en puntos de llegada o de partida, si son un credo o un estímulo. A Friedrich Nietzsche lo pueden leer Adolf Hitler y el cineasta Béla Tarr, con fines y consecuencias tan distintas como las que propiciaron The Beatles en Charles Manson y Susan Sontag. Se pueden establecer redes asociativas entre diferentes disciplinas con las cuales resulta más fácil entender el «Zeitgeist» de una época, y también se puede actuar de manera peligrosa al compás de la canción « Helter Skelter», desarrollar «divertidos e inofensivos» gustos necrófilos a partir del Marqués de Sade, o utilizar la esvástica nazi para afianzar la identidad personal por encima de la historia, la sociedad y la familia.

Hay un juicio posible por cada uno de nosotros, sin que eso signifique que todos tienen la misma validez. Los hay mejores o peores, maduros e infantiles; incluso los hay ilegales y pueden dar con nuestro huesos en la cárcel. ¿Dónde pondría yo el del cineasta Ron Howard sobre The Beatles en « Eight Days a Week-The Touring Years» (2016)? Seguramente en la categoría de documentales que nada nuevo dicen si sabes un poco sobre el tema, hecho sin demasiada fatiga mental, traduciendo la música del grupo al lenguaje del cine «mainstream», con una perspectiva más estadounidense que británica o universal. John Lennon, Paul McCartney, George Harrison y Ringo Starr son jóvenes, ocurrentes, a veces un punto desafiantes e iconoclastas. En poco tiempo dejan de ser famosos a nivel local, van de Liverpool a otras partes del Gran Bretaña, y luego comienzan un extenuante «tour» atravesando más de quince países. A Whoopi Goldberg y a Sigourney Weaver las pillan jóvenes en sus conciertos, que muchos años después recuerdan como lo más de lo más.

Los conciertos dieron a los jóvenes un contexto donde expresar sus dudas, sus repulsas o su determinación

Fueron los primeros en todo, en hacernos sentir más libres, sin colores, sexos, ni razas, tan cerca de solucionar los problemas de nuestro mundito en los años sesenta que al final de la película es difícil no sentirse desolado al decidir dejar las giras, los conciertos y el directo, consumidos por la fama y con la tarea de habernos salvado todavía pendiente.

A veces me pregunto cuáles son nuestros motivos para fundar mayormente nuestras respuestas al arte (una novela, una canción, un cuadro o una película) en criterios de gusto, me gusta/lo odio, sin relativizar siquiera un poquito ese tipo de reacciones. Escribir con esos parámetros, la mayoría de las veces mal fundados por culpa de las prisas, nos mantiene en el mismo bucle de opiniones de por vida. Por eso yo, pese a mis reservas con respecto a «Eight Days a Week-The Touring Years», aconsejaría que todo aquel interesado en la música, la literatura o el arte en general fuese a verla, para comprobar al menos en ella un deseo común entre sus responsables y los espectadores: entender cómo los conciertos desde mucho antes de los años sesenta alteraron nuestras conductas sociales, nos ayudaron a hacer más expresivas emociones que antes reprimíamos, y les dieron a los jóvenes un contexto donde en adelante pudieron expresar sus dudas, sus repulsas o su determinación.

Difícil tarea

Puede que la película sea insuficiente, sensacionalista en ocasiones, pero en ningún caso es culpable. ¿De qué habría de serlo? Quizás de un excesivo paternalismo por parte de alguien (Ron Howard) que en su juventud idolatró a The Beatles, convirtiéndolos entonces en exploradores del futuro, y con la edad comenzó a colocarlos en su sitio, como reliquias del pasado.

Si es así como la vemos, no olvidemos que juega en una liga muy difícil, de la cual salir victorioso no es tan sencillo, porque al fin y al cabo intenta describir cómo a veces nos comunicamos con el mundo y con nuestras emociones más recónditas a través de una canción, en la que una letra en apariencia facilona y una melodía no menos facilona (también en apariencia) son capaces de decir lo que el lenguaje convencional jamás o difícilmente consigue expresar a no ser cuando sometemos las palabras a su máxima presión, la mayoría de las veces para convertir la literatura en un coto elitista en donde sólo pueden comunicarse unos cuantos elegidos (algo que durante mucho tiempo sólo ha perpetuado el regocijo del Poder y la desconfianza de quienes se sienten fuera de juego).

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