La viuda de Padorno, Josefina Betancor, y sus nietas Silvia (izquierda) y Raquel, en Punta Brava, la casa del poeta en la playa de Las Canteras (Las Palmas)
La viuda de Padorno, Josefina Betancor, y sus nietas Silvia (izquierda) y Raquel, en Punta Brava, la casa del poeta en la playa de Las Canteras (Las Palmas) - Sabrina Ceballos
LIBROS

Manuel Padorno, el legado de un poeta

Hasta el «taller del mar» de Manuel Padorno se acerca ABC Cultural para hablar con la viuda y las nietas del «poeta atlántico», que catalogan su correspondencia y poemas póstumos

Actualizado: Guardar
Enviar noticia por correo electrónico

«No hay nada más engañoso que la mística / al Sur del mar Atlántico», escribió Manuel Padorno (Santa Cruz de Tenerife, 1933-Madrid, 2002) en «Desnudo en Punta Brava» (1990), un libro determinante, no sólo en su obra, sino también («cómo aprender a oír de nuevo todo», se lee en el primer poema) en su biografía. Tras casi tres décadas de incertidumbre y tanteos en Madrid, donde sobrevivió vendiendo aspiradoras -que logró endilgarles, por cierto, a cada miembro del grupo El Paso-, como corrector de la editorial Taurus y, lo más destacado, cofundando, en los años 70, Taller de Ediciones JB con su mujer, Josefina Betancor, a cuyas iniciales se debe el nombre, Manuel Padorno arribaba ahora a Punta Brava, la casa-quilla por él bautizada, alongada sobre un privilegiado tramo central de la playa de Las Canteras, en la capital de Las Palmas.

El sol pájaro

Desde la ventana de su estudio, que permanece «casi» idéntico desde su muerte, en 2002 (cuando un infarto le sorprendió mientras preparaba, para esa tarde, una lectura poética en el Jardín Botánico de Madrid), y desde la luminosa azotea, que ofrece la perspectiva de un inminente atraque perpetuo entre las montañas de la bahía, cabe enmarcar, a partir de «Desnudo...», la encauzada «alucinación» de su ingente obra marítimo-solar. De allí partía, aseguraba, «la larga carretera del mar», cuyos brillos emulan surtidores de gasolina donde repostar, y se concitaban ahora los iconos más caros y dispersos de su poesía anterior: «El árbol de la luz», «la gaviota de luz», «el sol pájaro», o, en el jardín subacuático que comenzaba a segar, «el pez de luz», aún esquivo, ante el hecho recurrente de que «las uvas chillan en el fondo del mar». Una comarca «sui géneris» evidente y palpable -nada mística, por tanto-, aunque, eso sí, advertía, «sólo visible para alguien dormido».

Azul oceánico

Si el mandato, más o menos irónico, que prevalece en el «Ulises» de Joyce es «helenizar» la isla, Padorno -de vuelta de su trastierro, y en ese mismo océano- se entregaría, desde entonces y desde ese ojo de buey, como un poseso, a cimentar y enjalbegar las olas, y erigirse en el presocrático del Atlántico que es, inmerso en un mar (léase también tradición poética) sucesivamente inédito y por descubrir.

«Desnudo...» es el penúltimo poemario que figura en el primer tomo de sus «Obras completas» (1955-1991), que, bajo el patrocinio de la Fundación CajaCanarias, acaba de dar a la luz Pre-Textos. En diseño y edición de lujo, con un preliminar de Jaime Siles, y al cuidado de Alejandro González Segura, quien, con logrado didactismo, ha optado por situar una introducción a cada poemario, destaca el azul oceánico de las cubiertas de un volumen de 854 páginas; un «objeto-"container"» contundente, hermoso, definitivo, como «el cofre mítico» (dice en «Una bebida desconocida», 1986) de quien, analógicamente, promulgaba la «objetualidad» de cada poema, e, incluso, de cada palabra, «liberada de lenguaje».

Con una extensión semejante, el proyecto incluye un segundo tomo, en 2017, hasta su póstumo «Edenia» (2007), y un tercero, en 2018, de inéditos. «Aun cribando mucho ese material, Manuel dejó más de mil páginas de poemas inéditos; hay dos o tres libros estructurados, pero la mayoría son poemas sueltos, muchos escritos a mano, en papeles doblados que metía en los bolsillos durante sus paseos playeros, cosa que, por último, hacía cada día», señala su viuda, Josefina Betancor, en ese estudio-biblioteca del poeta, en Punta Brava. Muestra los estantes, ordenados como nunca en vida del marido, junto a la silla vacía del escritorio, y flanqueada por la absorta laboriosidad de Raquel y Silvia, nietas de Padorno, hijas de Javier Acereda (diseñador de algunos libros y ex integrante de Nocturna Free, el grupo musical en que también participaba Padorno, en los años 80, doblándole la edad a los demás miembros) y Ana Teresa, la primogénita, responsable de la página «web» del poeta y también destacado pintor.

Ritmo cambiante

Betancor, de 82 años de edad (a quien Manuel dedicó cada uno de sus poemarios, con un escueto «A Josefina»), suspira por lo que se le viene encima -se le está viniendo ya- con el millar de páginas ignotas del tercer volumen. Responsable de la edición de los libros póstumos, y en origen, profesora de Filosofía (fue alumna de Aranguren y de Lledó, por ejemplo, durante su licenciatura en la Complutense), sólo ella es capaz de interpretar los enrevesados jeroglíficos, con flechas que apuntan a la versión aceptada, en un poeta de lenta y dispersa gestación, que cincelaba sus versos. Ella era el primer y, en ocasiones, único lector de sus manuscritos, sobre quien el poeta volcaba candorosas y, en ocasiones, encendidas diatribas, sobre la vigencia de un verso, una sílaba o la disposición de una coma. Un pretexto fabuloso para alcanzar la calle, en cualquier caso, en un «noctiérnago» empedernido, que dormía, comía y bebía («whisky» sin hielo, envuelto en mucho tabaco rubio inglés) al horario del ritmo cambiante de las mareas, magistral jugador de billar y futbolín, que hacía, para muchos de sus poemas, trabajos de campo en la noche urbana...

Desde que, en la tarde del 22 de mayo de 2002, optó por no suspender la lectura poética en que iba a participar el marido, Josefina Betancor no ha parado de reforzar la justa dimensión que merece la original figura de Manuel Padornoentre los grandes de la poesía en lengua española del Mediosiglo. Destacado por Miguel Casado como perteneciente a «la periferia del 50» -junto a Gamoneda, Atencia, Crespo o el también canario Luis Feria-, Padorno comenzaba a descollar, justamente, con el cruce de siglos, desde «Hacia otra realidad» (2000), integrado luego, también en Tusquets, en su ya imprescindible tetralogía «Canción atlántica» (2003), que precederá a «Edenia» en el siguiente tomo.

Grandes amigos

Desde muy pronto, Betancor enrolaría en este barco, aun con la sala de máquinas en Punta Brava, a su otra hija, Patricia, residente en Madrid, y que -asistida por su pareja, Daniel Ibarzábal- cofundó y coordina el Espacio Manuel Padorno, en una nave de San Sebastián de los Reyes (Madrid), que atesora los cuadros y muchos archivos de su padre,

«Empezamos a trabajar en 2009 y sólo sabemos que esto no tiene pinta de acabarse ‘más nunca’»

«Nosotras empezamos a trabajar en 2009 y, desde entonces, lo único que sabemos es que esto no tiene pinta de acabarse más nunca», dicen, al alimón, con una expresión muy canaria, Raquel, licenciada en Filología Hispánica, y su hermana Silvia, productora audiovisual. Raquel escanea y archiva la correspondencia del poeta, que va ya por las 1.280 misivas, mientras Silvia ordena y rotula meticulosamente la desaforada biblioteca del abuelo, y aunque acaba de alcanzar los 6.000 títulos catalogados -muchos de arquitectura y artes plásticas-, aún le resta, aproximadamente, un tercio.

Entre las cartas, hay cruces con destacados escritores y artistas plásticos, desde Vicente Aleixandre, Valente o Claudio Rodríguez... a Martín Chirino o Manolo Millares, sus paisanos y grandes amigos desde la juventud playera, con quienes el poeta se inició al nomadismo, cuando, en 1955, se embarcaron juntos en el Alcántara, rumbo a Madrid.

Tanta hambre

Fue un viaje largo y tortuoso, en aquel correíllo, con escalas en Madeira y en Lisboa, hasta alcanzar el puerto de Vigo, y el tren hasta la capital. Sus amigos se quedaron, para integrar muy pronto el grupo El Paso, pero para Manuel Padorno, fue el «Poema truncado de Madrid», como reza un título del modernista canario Alonso Quesada; pasó tanta hambre que hubo de alimentarse con las conservas de pescado y las chocolatinas que intentaba promocionar; pero la razón de peso para regresar a la isla zumbando, a los pocos meses, fue que, huérfano de padre desde muy joven y con el abuelo moribundo, hubo de hacerse cargo de la economía familiar, trabajando, por cierto, en una fábrica de salazón de pescado de un extremo de la playa, cuyo máximo accionista era Vicente Calderón.

Conocería entonces a Josefina Betancor, en una agrupación teatral, y, tras una estancia en Lanzarote, donde escribiría su primer libro emblemático, «A la sombra del mar» (1963) -accésit del premio Adonais-, se afincarían en Madrid. En el presente volumen, ese poemario de salida de las islas conforma un díptico clave con «Desnudo...», el acta de confirmación de su retorno. Allí estaban ya los mimbres luminosos de Punta Brava. En lo formal, surge su proverbial inclinación a la sinestesia y los encabalgamientos, émulos de las olas; lírica y épica se neutralizan, y, a través de un peculiar realismo órfico, y un hermetismo tan material y correoso como la arena mojada, opera en la sintaxis, el tiempo y el espacio convencionales como un quebrantahuesos, sólo que con la elegante mansedumbre de una pardela (esa ave autóctona que hace potable con un órgano del pico el agua salada...).

Dentro de mis ojos

En «A la sombra...» se aproxima a ese misticismo que un cuarto de siglo después llamará «engañoso»; pero ya entonces deja claro que no hay fusión, sino sólo consanguineidad y trasvase, en un plano siempre epicúreo y carnal, entre el sujeto y la luz. Aún tantea los cimientos de Punta Brava, confuso por que «las olas suben dentro de mis ojos»; pero ya intuye su plan de hacerse alguna vez con: «el mar mi casa arriba por la tierra». Desde su mar de no restar, cotejaba la ardua simetría entre «el mar mi casa, muro» y «el mar el agua», que al otro extremo (‘a la luz del mar’, como podría titularse su obra a partir de Desnudo...), con Punta Brava concluida, le permitiría aseverar, plácidamente, «Quiero entrar en la alcoba del agua».

Si, en el primer poema de aquel su primer poemario, anunció por azar el mes de su muerte («Gaviota remontando mayo sola»; ningún otro epitafio en toda su vasta obra), ¿quién le iría a decir que más de medio siglo después de anotar allí «Hermoso taller, la isla», y a casi quince años de su muerte, su oficina del mar sigue abierta? Por el tesón de su mujer, sobre todo, que ha implicado a sus hijas, sus yernos, sus nietas, Punta Brava sigue avanzando a toda vela...

Ver los comentarios