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Luis Mateo Díez, la genialidad del humor

En su última novela, «El hijo de las cosas», el escritor y académico nos sirve la historia de un tarambana que trae por la calle de la amargura a sus dos hermanas

El escritor y miembro de la RAE, Luis Mateo Díez
José María Pozuelo Yvancos

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Es muy preciso el adjetivo «tarambana», que se ha convertido en sustantivo a medida que ha ido dando nombre a un tipo humano muy característico, que vive del cuento y carece de juicio o lo emplea para sus trastadas. No hay familia que no tenga en su seno un tarambana. Su nombre aquí es Cano Corada, quien lleva por la calle de la amargura a sus dos hermanas, Fruela y Mila. Del cariño desproporcionado y desvelos de las dos hermanas se ha hecho la trama de esta novela, donde Luis Mateo Díez vuelve a un territorio muy suyo, el del humor, que fue central en «La fuente de la edad» o «Las horas contadas» y no dejó de estar incluso en «Camino de perdición». Para ser justo, no ha abandonado el humor casi nunca del todo, pues hasta en «Fantasmas del invierno» o en el fragor desolado de «La soledad de los perdidos» encontró registros cómicos, o al calor de estrambóticos personajes, que aparecen aquí y allá como contrapunto tonal a sus paisajes del desconcierto en las ciudades de sombra.

Luis Mateo Díez posee dos atributos casi únicos. El primero es una creatividad desbordante . La «Summa» narrativa que constituye su anterior novela, « Vicisitudes », nos mostraba ochenta novelas esbozadas en su interior como esquemas o situaciones narrativas susceptibles de ser desarrolladas, como si su autor nos fuera diciendo que no tiene tiempo para darnos tantas historias como alberga su portentosa imaginación. El otro atributo es el despliegue del lenguaje, en una imaginería nada formalista , antes bien, podría decirse que la impronta de cada situación sobrevenida arranca un destello metafórico que se sirve de la gran tradición española del ingenio, que es sobre todo conceptual y tiene sesgos surrealistas.

Carnavalización

Después del conceptismo, que incluye a Góngora, solo Valle-Inclán y Gómez de la Serna tensaron el idioma de igual forma para que la expresividad de una situación desembocara en una imagen elocuente. De un soberbio personaje, el juez Lamo Beraza, escribe el narrador: «En la burocracia se consumaba no ya la inercia y la negligencia, sino el perjuicio de un tracto digestivo que expandía su desgana al colon melancólico».

En la narrativa española se ha perdido casi del todo la dimensión humorística, en gran parte porque la parodia, como género muy eficaz para que costumbres y tipos sociales emerjan, está dejando de ser operativa literariamente. Luis Mateo Díez en esta novela recupera mucho del estilo de Jardiel Poncela , de la astracanada de la revista, de las situaciones casi absurdas que son la contrafaz de los géneros serios.

Para ellos es fundamental haber construido todas las figuraciones al margen de lo correcto y la mesura. Es como si en esta novela se produjera alguna de las formas de carnavalización que Bajtin predijera. Todos los tipos aquí imaginados tiene en común ser la encarnación de algún desastre, emocional o social. De la veintena de personajes sobre los que se construye la historia puede decirse que ninguno hay que no tenga alguna avería .

Sin amargura

No solo físicas sino averías de comportamiento, como la del farmacéutico amancebado con su mancebo por despecho amoroso de Fruela Corada. Las hermanas de Cano no son convencionales y distan de ser inocentes . Tampoco el juez o los policías. La inventiva de esta novela desarrolla tantas situaciones procaces que el lector no deja de asombrarse de la imaginación desternillante, tanto más eficaz cuanto es hija del dislate.

Funambulistas, adivinos, psiquiatras, tahúres, jugadores del azar e hijos de la necesidad, como un festín de pícaros que estuvieran diciendo esa otra cara social que para las imágenes del sexo o de la muerte ha nutrido la sabiduría popular, desinhibida cuando el chiste aflora, sobre todo para los casos del sexo y la escatología del cuerpo y sus fluidos.

La mirada de Luis Mateo Díez, siendo lingüísticamente conceptista, no tiene la amargura de Quevedo, o la severidad de Gracián, estaría más cerca del Góngora de los romances o incluso de esa amable bonhomía de ciertas criaturas de Galdós antes de que Buñuel las llevara a otro lugar. Reirán los lectores con las gracias y desgracias de este tarambana, hijo de sus torcidas querencias. Y admirarán a un maestro de nuestro idioma en el alambre de la genialidad.

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