«El pulpo». Xilografía de Luis Seoane, 1967
«El pulpo». Xilografía de Luis Seoane, 1967
DESDE LA OTRA ORILLA DEL ATLÁNTICO

Las fiestas de antaño

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Me preparé para la Navidad sin pompa ni circunstancia. Hasta diría que sin expectativas de ser feliz. La vida ya no me deja pensar en el pesebre donde Cristo nació entre heno, rodeado de animales dotados de mansedumbre que reparten leche y calor, como el lugar propicio para bailes profanos.

Sé perfectamente que, para creyentes o ateos, la noche del 24 de diciembre forma parte del calendario del mundo. Esa fecha no se borra como se hace con otras, sobre todo cuando se empieza a envejecer y nos apegamos a la tradición. Pienso, incluso, que esa noche se cobra hábitos incrustados hace mucho en el corazón general. En el mío, este corazón es vigilante, guardo una fidelidad ilimitada a una herencia familiar que no me deja olvidar el peso de la Navidad en mi formación.

Y es así porque, para honrar mejor a los que me han precedido en la peregrinación familiar por la tierra, no me atrevo a ser iconoclasta en materia tan preciosa. Acato la herencia gallega, mezclada con la brasileña, e incendio mi memoria con gratas evocaciones.

Aun hoy, ya tan distante de la matriz familiar deshecha con la muerte paulatina de mi gente, me place defender la jerarquía de los sentimientos entre los hombres. Luchar, incluso en plena crisis, por mantener los rituales que encierran en sí el conmovido mensaje cristiano.

Al contrario, con los años perfecciono mi fe en los valores que hoy se tienen como obsoletos. Trato de incorporarme a los gestos nacidos de los hombres de buena voluntad y que, hace milenios, también sancionamos, aunque no cumplamos al pie de la letra sus principios civilizatorios. Y si bien esté lejos de la santidad, aunque los santos me fascinen, me restrinjo a modestas prácticas religiosas. La madurez no ha perfeccionado lo suficiente mis impulsos caritativos, mi admiración por la bondad. Sigo siendo víctima de mis defectos. Padezco todavía los efectos de un corazón que lucha por ser más tierno.

«Guardo una fidelidad ilimitada a una herencia familiar que no me deja olvidar el peso de la Navidad en mi formación»

En este periodo navideño paso revista a la vida para constatar qué sobra de mis gastos o qué he hecho de magnánimo en relación al prójimo. A fin de cuentas, ya es hora de ser responsable de mí misma, de los amigos que he hecho y de los que se han ido para siempre dejándome el legado de sus memorias. Me gusta ser archivista de la existencia de los que ya no están entre nosotros para defender sus historias. Y me entristece sobremanera comprobar que, a mi alrededor, en torno a la mesa puesta y decorada con manjares y guirnaldas, cada día somos menos.

Recuerdo la infancia en casa del abuelo Daniel, en Río de Janeiro, cuando formábamos al principio un grupo valiente que se vanagloriaba de la vida y de sus hechos. Y se hacían brindis por Brasil y por Galicia, como si sus cuerpos operasen el milagro de estar en ambos países al mismo tiempo. Una creencia que siempre he acatado por creer que así actuaba en favor de mi imaginación.

Ahora que todos se han ido, abuelos, padres, tíos, pronuncio sus nombres sin ruido, sin eco, con cierta unción. Casi sin alborotar los labios. No deseo que los demás identifiquen mi dolor y cuánto me resiento de vivir sin ellos. Quizá por mencionarlos tanto, casas ajenas donde se me recibe generosamente.

Con el paso de los años, me ha quedado quitar sus lugares a la mesa, privarlos del vino y el pan. Y en lugar de los objetos inanimados, como platos y cubiertos, han permanecido sus recuerdos que yo avivo, y la brisa que llega de la Lagoa, el barrio en el que vivo, casi al pie del Cristo Redentor, una de las maravillas del planeta.

Recuerdo las comidas que degustábamos en el pasado y me apercibo de que son tan ingratas como los hombres. Antaño, mi familia, toda de origen gallego, insistía en repetir cada Navidad los mismos platos, como el pulpo, que en aquella época se importaba de España. Ese ser marítimo cuyas ocho piernas marcó mi vida para siempre. Y que se resistía al convite alimenticio de aquella familia, quizás porque extrañaba el Brasil en el que había desembarcado. Y sospecho que así fuese, porque había que zurrarlo exhaustivamente contra el mármol del lavadero que había en el patio de la casa antes de sumergirlo en agua hirviendo.

«Ahora que todos se han ido, abuelos, padres, tíos, pronuncio sus nombres sin ruido, sin eco, con cierta unción»

Como niña me horrorizaba el espectáculo al que se sometía al animal para dar placer a los que lo consumirían mojándolo en la salsa que mi madre había aprendido de sus padrinos originarios de la isla de Arosa, donde proclamo haber apreciado la mejor comida en muchos años. A pesar de todo, observaba que el esfuerzo en suavizarle la carne no ofendía a aquel bicho extravagante, cuyas piernas múltiples, nerviosas, pero simétricas, fortalecían la imaginación de esta futura escritora que jamás ha borrado la visión de ese ser prehistórico que se arrastra por el fondo del mar sembrando el pánico entre los demás peces entorpecidos por la oscuridad oceánica.

Hoy, después de tantas décadas, muchos cambios han afectado la cultura familiar. Cómo me iba yo a imaginar que después de la muerte de los fundadores adoptaríamos el hábito de llevar a la mesa el pavo con farofa con menudillos y aceitunas sin hueso o el jamón de cerdo al horno con frutas y huevo hilado. El pulpo y el bacalao, otrora sagrados, se han ido sustituyendo poco a poco en el centro de la mesa en torno a la que gravitábamos, provocando en alguno de nosotros, quién sabe, el dolor que causa la espina de la memoria clavada en el pecho.

¿Acaso somos hoy hijos, de nombres heredados, que han renegado de sus orígenes aunque nos comportemos en estos tiempos disolutos con honra y dignidad? ¿Somos, entonces, sucesores ingratos, hemos dejado de ser quienes éramos? Y en ese caso, ¿cuáles son nuestras credenciales? ¿O es que la Navidad de antaño simplemente se ha esfumado no por culpa nuestra, sino de un Brasil que ya no reconocemos?

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