CINE

«Moonlight»: La escuela del dolor

La ganadora del Oscar a la mejor película abre nuevos caminos en el cine afroamericano, alejándose de las cuestiones obvias y explorando a un tiempo el lenguaje, la luz, el sonido y los cuerpos

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Una de las primeras cosas que aprendes en Estados Unidos es que el lenguaje no le pertenece a todo el mundo por igual. «Nigger» (algo así como «negrata»), por ejemplo, es una palabra que se puede oír en boca de los afroamericanos pero a un blanco no se le ocurriría decirla sin medir mucho el contexto o las consecuencias, porque en su boca puede recuperar el matiz despectivo del que intenta despojarla la población de color, utilizándola de manera amistosa y desdramatizando así sus referencias a la esclavitud. Todo esto tiene relación con las guerras de religión, sexo o raza, cuyo campo de batalla principal ha sido y sigue siendo el lenguaje. Las palabras expresan a menudo ideas de superioridad o propiedad que ya no son tan fáciles de sustentar, aunque todavía haya quienes las usan como si les perteneciesen, sin pensar en las posibles víctimas de sus estampidas verbales.

Por eso los programas políticos suelen incluir entre sus propósitos devolver la voz a tal o cual sector de la población, sugiriendo que quizás las circunstancias sociales, la Historia con mayúscula o la economía hayan podido robar una parte significativa del lenguaje para establecer de esa manera sus muy poco sutiles mecanismos de control.

«Moonligt» (2016, Barry Jenkins, ganadora del Oscar a mejor película) se construye en torno a refinadas observaciones sobre el lenguaje y las imágenes, sobre la dificultad de su protagonista (interpretado por Alex Hibbert, Ashton Sanders y Trevante Rhodes) para entender su identidad y cómo expresarla. Es pobre y negro, pero también homosexual. Y el «también» es el mayor problema. Su pobreza forma parte de su legado familiar, de no haber conocido a su padre y de tener una madre drogadicta (Naomie Harris); y el color de su piel es parte de la herencia genética de su entorno, en un barrio periférico de Miami donde todo el mundo es negro: sus amigos, sus enemigos y posiblemente hasta sus amantes. La cuestión de su sexualidad es diferente, algo para lo que nadie a su alrededor parece tener una explicación o una respuesta duradera. Por eso provoca violencia entre sus compañeros de colegio, sufriendo sus persecuciones y sus golpes; también por eso provoca la compasión de un camello (Mahershala Ali) en quien encuentra al padre que nunca conoció y cuya casa se convierte en el hogar que nunca tuvo.

Dos Américas

Muchas películas sobre guetos afromericanos juegan en la liga de los opuestos, contrastando imágenes devastadoras con otras irresponsablemente idílicas. Los negros padecen y los blancos se divierten; las viviendas sociales están siempre sucias y desordenadas, y las de los residenciales burgueses inmaculadas y en su sitio; unos escuchan rap y los otros a Bach; unos se matan entre sí mientras los otros trinchan juntos un pavo el Día de Acción de Gracias... Y la distancia entre esas dos Américas, vistas así las cosas, parece un asunto de ciencia ficción. El problema es que a menudo en esa imagen segmentada sólo se ven las dos caras de la misma moneda, el anverso y el reverso de la misma realidad, donde todo tiene cierta lógica, como si no pudiese existir el capitalismo sin alguien que pague las consecuencias. De modo que al final aceptamos esa brecha del mismo modo que aceptamos cada día la imagen que nos devuelve el espejo por mucho que no nos guste. Hasta pensamos que de no haber negros pobres y de no existir los guetos, no habría cantos espirituales, gospel, rhythm & blues, jazz, ni rap. ¡Cuánto nos perderíamos!

Menos mal que los responsables de «Moonlight» prefirieron no jugar en la liga de las películas de Spike Lee o John Singleton, y cambiaron la sociología por la estética, en busca de nuevas texturas cromáticas o nuevas atmósferas acústicas. No buscaban lo obvio (los atropellos, la discriminación, tampoco el miserabilismo), conformes con cuestionar el color de un negro, disolviendo a su protagonista con las aguas azules del océano donde le enseñan a nadar; mientras le prepara la cena a un antiguo amigo (André Holland) que le traicionó en su juventud; o en medio de silencios impropios de alguien cuyas quejas deberíamos escuchar todo el rato, quizás porque del mismo modo que tiene una parte del lenguaje que le falta a los blancos, carece de una parte del lenguaje a la que los negros no saben dar forma. Eso convierte la película en algo más que en mecanismo narrativo dividido en tres partes y caracterizado por las elipsis, también la convierte en una exploración sobre la luz, el sonido y los cuerpos.

Los autores de «Moonlight» cambian la sociología de Spike Lee o John Singleton por la estética

Pobre y negro se suelen entender como sinónimos en el cine comercial americano, homosexual se suele entender como una aberración entre los afroamericanos, y el director de «Moonlight» viene a recordarnos que esas miopías del lenguaje son las que en el fondo pretenden «denunciar para que todo siga siendo igual», son ficciones con voluntad de realidad, conformes con hablar muy alto pero sin decir nada que no sepamos, convirtiéndose al final en una realidad –una más– triturada por las ficciones capitalistas.

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