Desfile del Ejército Rojo en las calles de Stalingrado
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LIBROS

Crónicas del infierno

«Soy historiadora de almas». Así se define Svetlana Aleksiévich, Premio Nobel 2015. Sus últimos libros trazan un puente de horror sobre Rusia, de la II Guerra Mundial a la «Perestroika»

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«¿Quiere saber por qué no juzgamos a Stalin?». El interlocutor de Svetlana Aleksiévich, uno de los cientos de anónimos ciudadanos rusos a los que la cronista bielorrusa ha ido entrevistando desde los años de la Perestroika, pone la tragedia al desnudo, de un modo que no admitiría consuelo. «Se lo diré… Juzgar a Stalin implicaba juzgar también a nuestros conocidos. A nuestros seres más próximos. A mi familia, por ejemplo». Se lanza entonces en una de esas historias espeluznantemente cotidianas de cuyo horror están tejidas las dos obras de la escritora bielorrusa, reciente Premio Nobel de Literatura ahora traducidas al español: «La guerra no tiene rostro de mujer», dedicada a la tragedia de las mujeres rusas que combatieron durante la Segunda Guerra Mundial en el Ejército Rojo, y «El fin del “Homo sovieticus”», que recorre las miserias que vinieron de la mano misma de la Perestroika y que duran hasta hoy.

Un puente de horror ininterrumpido se tiende entre ambos momentos. Nos dice hasta qué punto, para un ruso, lo peor es siempre.

«¿Por qué no juzgamos a Stalin?». El interlocutor es un pequeño contrabandista. Trapichea con electrodomésticos occidentales y se bandea razonablemente. Su historia es la de tantos: padres represaliados, Gulag, familia destruida. «Los verdugos eran personas normales», cuenta, «no parecían especialmente terribles. A papá lo denunció nuestro vecino, el tío Yura. Y, según mamá, lo hizo por una tontería. Yo tenía siete años entonces. El tío Yura nos llevaba a pescar a sus hijos y a mí, y nos llevaba a montar a caballo. También se ocupaba de arreglarnos la tapia. ¿Se da cuenta? Es una imagen del verdugo distinta, era una persona corriente, incluso bondadosa. Una persona como cualquier otra. Unos meses después del arresto de papá se llevaron a su hermano. Una de las denuncias contra él estaba firmada por la tía Olia, su sobrina… ¿Entiende lo que trato de decirle? No existe un mal químicamente puro. El mal no eran sólo Stalin y Beria. El mal son también el tío Yura y la hermosa tía Olia».

Negrura sin alivio

De la lectura de los libros de Aleksiévich (Stanislaviv, 1948) no es posible salir indemne. Todo en ellos habla de un carácter primordial del mal que no cambia, que emerge siempre a través de las rendijas de los discursos épicos, de las retóricas políticas. Y que, al final, acaba por ganar la partida. En 1937 como en 1993.

El mal. Aún dulcificado por cierta veneración épica hacia las heroínas rusas de la Segunda Guerra Mundial, en «La guerra no tiene rostro de mujer». Allí, incluso lo espantoso preserva cierta esperanza de grandeza histórica. Aunque mienta. El segundo libro, el dedicado a la caída de la Unión Soviética, es de una negrura para la cual no hay alivio. Late en él que la pudrición del alma rusa por esos tres cuartos de siglo de tiranía socialista no tendrá jamás cura.

De los libros de Aleksiévich no es posible salir indemne. Todo en ellos habla del mal, que no cambia

Otra historia. La narra uno de esos jóvenes rusos de los años noventa. Aleksiévich lo identifica tan sólo como «el hijo», en contraposición a la previa narración de «la madre», que, nacida en 1937, vivió la peculiaridad soviética de idéntico salvajismo. En esta historia el joven pasa la sobremesa hablando con el abuelo de su prometida. Es uno de esos viejecillos inofensivos que buscan ser escuchados. Pero en Rusia, advierte el narrador, «esos viejos no son inocentes».

Es la suya la historia de un matarife. De un tétrico funcionario de la NKVD. Narra con inocente detalle sus muy profesionales sesiones de tortura, la difícil tarea de borrar del cuerpo el pegajoso perfume de la sangre, lo pesado que es tener que pasarse una jornada ejecutando presos a punta de pistola: «Hacías que el condenado se hincara de rodillas y le disparabas a quemarropa en la sección izquierda de la nuca, justo detrás de la oreja. Al término de la jornada, el brazo te colgaba como un trozo de cuero. El dedo índice era el que más sufría. Como cualquier otro trabajador de la URSS. Nosotros también teníamos una norma que cumplir cada día. Como si trabajáramos en una fábrica». Una fábrica de muerte, por supuesto. Igual que lo fue Auschwitz.

Lo más difícil

El joven huyó de su pueblo después de aquella plácida sobremesa junto al benévolo abuelo. Nunca más quiso saber qué fue de aquella muchacha con la cual estaba a punto de casarse. Pero recuerda muy bien que nadie condenaba a los que entonces torturaron y asesinaron. Ni siquiera los miraban mal. Los compara con las joviales fotos de los oficiales nazis de Auschwitz: «¿Alguien se ha puesto a mirar atentamente las fotografías de nuestros chekistas en las paredes de los museos. Mírelas algún día… También en ellas verá rostros juveniles y risueños. Siempre nos dijeron que eran unos santos».

«Soy historiadora de almas», escribe de sí misma Svetlana Aleksiévich. Idéntico es su proceder en los dos libros. Un cúmulo muy largo de grabaciones con quienes vivieron lo más difícil de ser dicho. Y una construcción literaria, luego, donde la sobriedad es exigida para dar énfasis cero a algo que cualquier enfatización trivializaría. «Por un lado, estudio a la persona concreta que ha vivido en una época concreta y ha participado en unos acontecimientos concretos; por otro lado, quiero discernir en esa persona al ser humano eterno. La vibración de eternidad. Lo que en él hay de inmutable».

Y es eso, con exactitud, lo que resulta al cabo de estas crónicas: la eternidad de Rusia. La dimensión teológica de sus momentos más oscuros. Los que un viejo estaliniano reivindica ante su entrevistadora: «Sólo se nos puede juzgar según las leyes de la religión. ¡De la fe! Algún día nos envidiaréis. ¿Qué tenéis vosotros de sagrado? ¿Eh? Nada». Nada. Por eso Stalin pervive.

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