Artículos

Saah Exco

Actualizado: Guardar
Enviar noticia por correo electrónico

Se llamaba Saah Exco y tenía 10 años. En agosto apareció enfermo en una playa de Monrovia, desnudo, abandonado después de salir o escapar de un moridero de ébola en el que dejaron de abrazarle una madre y un hermano. La muchedumbre lo sentó sin ponerle una mano encima en un cubo verde vuelto en mitad de la calle con las manos entre los muslos y le echaron a los pies cuatro ropajes que se puso él mismo con la mirada arrasada de asombro. No sé si llegó a comprender algo. Espero que no. Supimos de él porque David Gilkey le hizo unas fotos. Después, se resguardó en un rincón y allí sobre la arena y una caja de cartón plegada, se echó a morir. En dos meses, nadie ha osado tocarle por miedo al virus del ébola.

En un centro al que lo acercó algún héroe, Saah se fue más o menos a la misma hora en que sedaban al perro Excalibur en un piso de Alcorcón y un centenar de personas se pegaba con la Policía para que no entraran los veterinarios a la casa de la enfermera. Las velas que portaban eran para el perro, no para el niño, ni siquiera para su dueña. Todavía, a ratos, es como si lo escuchara llorar y me da asco esta silla, este teclado, esta casa, este carro de la compra, estas manos y esta escala de valores enferma sobre la que danzamos a la espera de que termine tan absurda función. Detesto estos amores animales que maquillan el desprecio al ser humano, esta política, este zoom, este boom y este crash. Mi propia supervivencia me enloquece y me empuja a salir a la calle a arrancar los sombreros a los viandantes y a apedrear neones y farolas. Hoy reniego de toda la luz y maldigo la alegría. Los amaneceres, y las fiestas y los besos de los adolescentes, la delicadeza con las que se posan las gotas de rocío sobre la hierba, la perspectiva de los mapas, el sonido del agua y cualquier rastro de primavera, todo eso, digo, debería estar supeditados al gemido de Saah y a sus semejantes que mueren en los rincones, pequeños fantasmas asustados que gritan sin sonido el aullido infantil de nuestra vergüenza.