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Cosecha de oro blanco

Comienza la primera extracción de sal del año en las Salinas de Chiclana

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La suave brisa se entrevera en una delicada filigrana de cristal. No hay encajero capaz de emular el velo minúsculo que flota a la merced del levante. Se mueve lento y preciso, en un vals lento y que, en su minúsculo navegar, genera reflejos rosas, dorados y blancos. El sol se pone y cualquier movimiento en falso daría al traste con el pequeño espectáculo. Es la hora de recoger una singular cosecha. Aunque lo parezca, aquí no hay magia. Es pura física: después de un día de intenso calor, la sal se ha cristalizado en la superficie del agua. Flotando, espera ser retirada con mimo, si no se hace, en unas horas se irá al fondo del tajo. Con un pequeño colador se retira, quebrando la filigrana de oro rosa para obtener flor de sal o escamas de sal, dos variedades hoy consideradas gourmet, al proceder de una salinas naturales que generan el producto más identitario de la Bahía de Cádiz desde los fenicios. Las Salinas de Chiclana, ubicadas en las salinas Santa María de Jesús, han iniciado su actividad salinera. Silvia Rodríguez, monitora del centro de recursos ambientales, y Antonio Jiménez, salinero, explican a un grupo de unas 20 personas qué es aquello de extraer ese oro blanco de la Bahía.

Descalzos, sumergen sus pies en una solución acuosa, una salmuera, con una concentración de 250 gramos de sal por cada litro de agua. Tal es la concentración de minerales, que su tacto es oleoso y denso. Entró por el caño del río Iro con una salinidad de 35 gramos por litro y una laboriosa combinación ha obrado el milagro.

Ahora, las Salinas de Chiclana han comenzado la cosecha de sal. El pasado jueves fue la primera y se irá repitiendo hasta finales de agosto en un arte en claras vías de extinción. Al final de la cosecha los más de 30 tajos que componen el cristalizador de las salinas habrán generado unas 18 toneladas de sal que tendrán como destino la venta en pequeñas cantidades.

Sin embargo, Rodríguez aclara: «Nuestro fin no es la venta, sino el mantenimiento de la actividad y enseñarlo». Por ello, el centro de recursos ambientales de las salinas es la referencia de la localidad en lo que se refiere a educación ambiental. El primer día de la cosecha un grupo heterogéneo de San Fernando, Valladolid o Madrid aprenden sobre la profesión que ocupó a buena parte de la población chiclanera hasta entrados el siglo XX, cuando la actividad entró en declive. Sin embargo, la recuperación del oficio, aunque sea en pequeña escala, ha traído importantes beneficios, como explica María Fernández, otra de las monitoras. «En los cristalizadores vive la artemia salina, un pequeño crustáceo de color rosáceo que es el alimento de los flamencos y el causante de su color», explica mientras añade que «la recuperación de la actividad salinera ha hecho posible que vuelvan a verse más flamencos por la zona».

Una obra de ingeniería

Lo cierto es que en laberinto que componen las salinas y esteros la vida fluye con fuerza: aves, crustáceos y peces. Porque esa es otra de las actividades, al igual que las salinas de antaño, que desarrolla el centro de recursos ambientales: la cría de peces de estero como doradas. Se mantienen en dichos esteros de forma natural, comiendo los nutrientes que encuentran en las salinas, hasta que en noviembre llega el despesque. Mientras «el agua se les renueva casi al 90%, ya que no se usa ningún tipo de pienso», explica Rodríguez.

La vida es posible en un intrincado conjunto de ‘calles’, creadas al calor de las marismas siglos atrás. Toda una obra de ingeniería que comienza en la vuelta de afuera, donde el caño alimenta el estero, gran depósito de importante profundidad que actúa de decantador. Luego el agua viaja por «los lucios, y vueltas de periquillo y de retenida, comunicados entre sí por los denominadas largaderos y que no son más que depósitos delimitados por muros en forma de largos y sinuosos zigzag de cada vez menor profundidad en que el agua lentamente se va evaporando actuando así como concentradores de la sal», como explica el investigador José Manuel López Vázquez en su artículo en la revista PH ‘El aprovechamiento de los recursos naturales en el Parque Natural Bahía de Cádiz’.

Y después de todo ese intrincado recorrido está Jiménez, vara al ristre (herramienta similar a un rastrillo) para extraer la sal de los más de 30 tajos que componen la salina. Rasca el fondo de los cristalizadores y al pie del pasillo central va creando la ‘baracha’, un una pirámide perfecta de sal que escurrirá el agua antes de pasar al salero que está a la entrada de las salinas. «La sal no se consigue porque sí en cualquier sitio. La combinación del sol, el levante y los fangos arcillosos hacen posible que salga», explica al salinero. De hecho, sin el calor y la aparente impermeabilidad de los fangos difícilmente se obtendría la sal tanto en su forma habitual como en escama y flor, surgidas en la superficie del agua estancada.

Salmuera de importantes propiedades curativas que incluso ha llevado a Alema (la empresa que explota las salinas) a crear un pequeño spa natural en uno de los tajos. Jiménez, como salinero y colaborador con el centro de recursos ambientales, se muestra encantado con la nueva vida de las salinas. «Esto es vida para Chiclana. Si todas las salinas regresaran a su actividad, la ciudad olería a vino y sal, no a lo que huele ahora», critica. Difícil reclamación de Jiménez que se conserva con ver al menos como su actividad sigue con vida y es transmitida a «sabia nueva». «Porque esto no es mío, es de todo el mundo», reconoce. Un mundo concentrado en una ciudad, Chiclana, que ya puede contemplar ese paisaje al que cantó con magistral evocación Rafael Alberti en su célebre ‘Marinero en tierra’: «Y ya estarán los esteros rezumando azul de mar ¡Dejadme ser, salineros, granito del salinar!».