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Juego de troníos

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El viejecillo cerró el oxidado quiosco con sumo esfuerzo, más preciso que veloz. En la mano derecha de su brazo de zurdo, un reloj Longines, que compró en Ceuta cuando la Legión. Marca la hora, y él la mira. Su nieto lo espera vestido de color sol. Desde que murió el padre del chavea, el viejo se ha encargado de sacar el abono, año tras año, y de acompañarlo al campo. Precisamente él, a quien nunca le gustó el fútbol. Pero han pasado ya cinco años y las lágrimas de su nieto -un jovencito regordete y hipermétrope, sentado de por vida en una silla de ruedas- se le contagian con facilidad. El viejo Baratheon, acostumbrado a tratar a sus clientes con exquisitez, a no dar el As por el Sport, a meter las revistas con desnudos en bolsas oscuras, intransparentes, se descubre insultando como si lo hubiera poseído el demonio rojo. Pero, ¿a quién? A su destino, a su propio sufrimiento, a la vida que le robó un hijo para donarle un nieto. Al árbitro, vamos.

El pequeño Stark lo está esperando, pensando. El cuervo le mostró su destino, un sino diferente al de su padre y del de su abuelo. Su tercer ojo vio lágrimas, pero calló. Tocó con la mano izquierda la rueda izquierda de su silla, comprobando la presión del neumático. Presión, mucha presión. El reloj naranja de su muñeca marca la hora, y él la mira. El niño no entiende que es un concurso de acreedores, ni le importa. Sólo quiere una camiseta marcada con un triángulo en la pechera. Y que los que la vistan, la suden. Su padre, antes de marcharse al cielo, decía que los responsables son los jugadores. Si ellos no corren, no ganan, no hay socios, no hay publicidad, hay deudas y entonces arriban los Lannisters.

El abuelo llama al portero automático y el niño se introduce marcha atrás en el ascensor tras despedirse de su mamá. Ella le ajusta la bufanda azul, con mimo, acariciándole el pelo que reposa, ensortijado, sobre su frente. «Hoy ganáis, seguro», le dice. «Ganaremos, mamá», responde él. Abajo, el viejo quiosquero, lee una cifra en el papel, «16 millones de euros», y pisa su propia tumba, incomodándose. Su nieto sale, marcha atrás, del ascensor, con la bufanda azul ajustada al cuello. «Ganaremos seguro», saluda, repitiendo un mantra que ansía sea realidad. El viejo se coloca a la espalda del niño y comienza a empujar su chirriante silla por la avenida, más preciso que veloz, pegado a la sombra de la acera de la sombra. Hodor, contesta, sin osar decir una sola palabra más.

@montieldearnaiz