Tribuna

Prodigios e ingenios

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Tal vez usted no se acuerda, pero si para algo sirve la memoria histórica es precisamente para comprobar que todo en este mundo está inventado. En este mundo y, casi con seguridad, fuera de él. Tal vez usted no se acuerda, y yo podría aprovecharme de esta circunstancia para largarle un rollo sobre los «exámenes de ingenios» a los que tan aficionados éramos en los siglos de Oro y que servían para abastecer de sabandijas palaciegas la corte de los Austrias. Bufones, locos, truhanes, enanos, cualquier circunstancia inusual -o no- servía de salvoconducto para formar parte de los correligionarios de aquella corte de los milagros.

Sin embargo, prefiero refrescarle la memoria con algo más cercano, más pedestre, más de aquí. El Semáforo -¿a que se acuerda?- era un programa televisivo cuyo propósito no era otro que actualizar el temario de los prodigios cortesanos. Con una mecánica ridículamente simple, el concurso proporcionaba un minuto de gloria televisiva a todo el que lo quisiera. Un minuto en el que el aspirante a ingenio cantaba o bailaba o mostraba algún tipo de habilidad mientras los aplausos o abucheos -con cacerolada incluida- del respetable público medían la estatura del prodigio. Total, que todo esto venía a cuento de que todo está inventado, y de que resulta muy fácil sacar al friki que todos llevamos dentro. Por los plenos municipales, lo digo. Por esas intervenciones dignas del Semáforo -o de la mejor tradición sainetesca española- con las que suelen acabar últimamente los Plenos municipales.

Porque está muy bien lo del minuto -o los tres minutos del semáforo municipal- de gloria, pero lo que no se puede permitir es el abaratamiento de la opinión pública de esta manera. La veda abierta por Inmaculada Michinina con su «déjenme tener dignidad» ha sido decisiva para que semana tras semana se escuchen verdaderos disparates pasionales entre el público, rendido a la masa de los continentes antes que al relleno de los contenidos. Y ya saben que la pasión, casi siempre, niega el conocimiento.

Está bien que la madre ocupa de Guillén Moreno exija una solución a su problema de vivienda -un problema que afecta a muchos más ciudadanos que no van ocupando por ahí casas cerradas, por cierto-, igual que estuvo bien que Michinina pidiera una licencia para el baratillo. Lo que ya no resulta igual de bien es que para la defensa sea necesario interpretar a Aurora Bautista en Locura de Amor. «Alcaldesa, mírame a la cara» lleva camino de convertirse en la frase del mes, pero eso ni le da ni le quita más razón a Aysha Almortada ni a Milagros Arzúa - 'la voz del pueblo' según ella misma se definió-, que acabaron desalojadas del Pleno por empezar con su actuación antes de que les llegara el turno. Y ningún guionista del programa les había avisado de que perdiendo las formas se pierde, lamentablemente, el fondo.

La intervención del ciudadano José Guerrero López avalada y documentada por los folletos del Lidl -cañas de pescar, tornillos, de todo hay allí, los lunes y los jueves-, del Carrefour y del Aldi y su propuesta para vestir a toda la chiquillería gaditana por cuatro euros -camisetita y pantaloncito corto- podrían haber resultado hasta graciosas si no hubieran sido el complemento circunstancial de un discurso del todo inadmisible. Opiniones tenemos todos, dirá usted, y tiene razón. Pero hay momentos en los que no todas las opiniones valen lo mismo. El discurso de ¡qué vienen los comunistas! habría estado muy bien en el Club de la Comedia, sobre todo en ese momento de interactuación con el público en el que mostraba «a los hijos y a los nietos de los que Felipe González había dejado en el paro», pero resultaba innecesario en un Pleno municipal de una ciudad como ésta donde los problemas crecen solos sin necesidad de abonarlos.

Mientras, ahí fuera -como decía el sargento Esterhaus en Canción Triste de Hill Street- sigue el peligro. Entre traiciones y tradiciones, altares de culto que parecen fallas o cosas peores -con tanta altura, cualquier día hay un disgusto y si no, al tiempo-, funciones principales de instituto, tomas de horas y una jerga en la que no se entienden ni ellos mismos, el rico mundo cofrade sigue a su ritmo. Un ritmo marcado por la laboriosidad abejil de las hermandades -este año a los niños monaguillos de una cofradía les van a poner pulseras para identificarse y quien sabe si cunde el ejemplo y el año que viene les ponen un microchip-, por la presentación de carteles a cual más estrambótico, por el embriagador olor del incienso y por la poca credibilidad de sus discursos y pregones. Qué le vamos a hacer.

Para ser prodigio e ingenio de la corte sólo había que demostrar una extraña habilidad, tener un poco de labia y no tener nada mejor que hacer. Había exámenes, ya le digo, y aunque muchos se acercaban a la Corte como aspirantes, eran muchos los ojeadores que se trasladaban a los pueblos más remotos en busca de esos prodigios.

Si hubieran pasado por aquí, habrían encontrado no una cantera, sino la mina entera, un yacimiento de prodigios e ingenios. Y eso que nuestros enanos están bien creciditos.